jueves, 3 de octubre de 2013

Azul


Camino por Scalabrini a paso gris, entre rendido y ofuscado. Toqué el timbre del 15 dos paradas antes por el cartel "0Sanguche de mila completo con fritas y gaseosa $20". Convivo hace días con una acidez decidida y ponzoñosa. No es la mejor opción, lo sé, ni siquiera tengo hambre. Pero Florencia no está en casa y si después me pica la panza, mejor que haya algo, sino me pongo malo y empiezo con el nesquik a cucharadas y a la Floripondia no le cabe. Acabo de cortar una llamada con Madre. Hace algún tiempo que la comunicación está herida, frágil, hipersensible. Creo que estamos divorciándonos de la incondicionalidad. Del resto no, el resto está bien, pero la incondicionalidad caducó. Al parecer estamos ya muy grandes -ella envejeció muy lento y yo lo hago con una fulgurosidad rampante- y no queda sitio para el vale todo. Nos convertimos en unos pequeños y tristes burgueses del combate afectivo, unos quisquillosos gorditos dueños de la pelota que cortan menos diez al primer mal pase o la primera gastada.

Paro la marcha para encender un tabaco, compré un zippoide de veinte pesos que se apichona a la primer rafaguita. Levanto la cabeza y veo a una piba en la esquina, arriba de una bici -más que arriba estaba cubriéndola, como quién estando sobre la vereda pretende comenzar el viaje sobre el asfalto pero algo, una duda o una certeza, la detuvo-. Está a unos treinta metros, tengo los lentes puestos y no veo una mierda, pero lo mismo, me recuerda a Azul. 

Sonrío al piso, hace veinte años que no la veo. En aquellos días tampoco la vi demasiado, nuestras madres fueron (lo que se dice) amigas de toda la vida, pero de esas que se cruzan cada algunos años y se reencuentran cuando las papas les queman con un aroma similar. Nosotros hacíamos que jugábamos en el parque, con un malestar perpetuo. Parecíamos esos autistas genios, pero sin genialidad aparente. Vivíamos ensimismados e hiperatentos, soportando los rayos de una tormenta fatídica que nunca se dignaba a rajarnos la tierra. De Azul solo recuerdo su manera de mirar. Tendríamos ¿cuánto?, cuatro o cinco años, y miraba de manera apaciguada pero lancinante, con unos ojos negros enormes, totalmente desproporcionados a su cuerpo infantil. No era una mirada violenta, ni astuta, ni instigadora. Era penetrante, más que penetrante era  terebrante, un golpe de ariete en slowmotion.  A mí me asustaba. No era un peligro inminente, era más bien como estar frente a una turca, con un milenio de batallas en sus sandalias, en su lugar, su idioma y su cultura. Son esos miedos ominosos de la desolación los que pasan delicada e inmediatamente de la incomodidad al horror.

Comienzo a caminar y esa mancha comienza a tomar márgenes lógicos y  se parece cada vez más a ella. La piba me mira, me taladra con la mirada. No quiero darme vuelta a ver si está mirando a alguien atrás mío, me sentiría un pelotudo si hay alguien, prefiero soportar está tensión incómoda en los miembros. Es una bici jipi,  ella y su ropa parecen bastante jipis desde estos quience metros. Alguna vez alguien me dijo que la vió con rastas. Esta tiene el pelo corto, pero desordenado y sí, mucho color, mucho ancho, mucha biyú, eso es jipi.

A cinco metros la veo sonreirme, es Azul.

Por fortuna o designio epigenético, no dijo ninguna de esas estupideces sobre el clima, el tránsito o la edad. Rappeamos algunas ideas volátiles sobre el tiempo, las milanesas, la manutención avergonzada. Tampoco cedimos a la tentación de empalagarnos sobre las casualidades en las esquinas, los destinos sincronizados y todas esas patrañas de leche condensada que crispan a cualquier diabético de la glucemia del new age.
No fueron más de diez semáforos y nos abrazó la anacronía de un silencio que, desde aquellas tardes en el parque cuando soñábamos que el epidídimo del tiempo nos de una prórroga, nunca nos soltó la mano. Miramos por Scalabrini hacia Corrientes, una sudestada hermosa galopaba con todos sus fuegos artificiales y una manía decidida. Cualquier palabra hubiese manchado ese momento, nos fuimos, cada uno por su calle, enderezando las vértebras para la batalla. Había llegado la tormenta prometida. 


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