lunes, 14 de octubre de 2013

Átomos a palabras


Entre chorizos y entrañas del asado familiar, mi primita interroga a mi madre <<¿Hernán dejó la Medicina por la Literatura?>>, mi primito -su hermano- anticipa a mi madre <<No, al contrario, ¡las está juntando!>>. Mientras mi madre se atraganta con una provoleta deciden convocarme para resolver el caso.
Confesión de partes y mi manutención pendiendo del hilo de una teoría que me consagrará como el curador de un arte de enfermar fraudulento o como otro descarado procrastinador de quimeras. 





Confesiones
Hace ya algunos años los papers de investigaciones en Medicina basada en la Evidencia incluyen de manera obligatoria, al fondo a la derecha entre las conclusiones y la bibliografía, una suerte de confesión de parte, donde el autor declara si debe su último crucero, la ampliación de su quincho o una nueva amante a alguna institución que podría verse beneficiada por los resultados del trabajo que presenta. Tal vez, sin garantías, a medida que corra su lectura por este texto se materialice mi confesión de parte, al fondo y a la izquierda.

Los átomos
¿Vieron esa empatía antropocéntrica de septuplicar la edad de los perros para comprender algo de su conducta y explicar a los niños su temprana partida? Pienso que una ecuación similar nos permitiría comprender el viaje que emprende el estudiante de medicina a lo largo de su carrera.
Transitamos el primer año (los primeros siete) con un atropello infantil que se mueve entre el asombro y el horror. Todo cuanto cruzamos en los anfiteatros pasa primero por nuestros curiosos sentidos y luego por nuestra angustia frente al apetito insaciable de ese monstruo académico, que pide siempre más y mejores descripciones sobre esos mapas de barrios musculares y autopistas nerviosas, o de esos filetitos de cuerpos sobre portaobjetos en Histología. Tu abuela se recata que vas a ser dotor.
Durante el segundo año nos transformamos en púberes querendones. El fantasma del debut sobre la carne se aproxima con pestilencia y apenas podemos defendernos con el Poett de la Fisiología. Ya podemos refutar a Cormillot. Tu abuela comienza a ocultarte su afición a la aspirina.
En tercer año coincide tu edad real con la edad de la ecuación. Tu mochila Karpatos pasa al banco e ingresa un bolsito de cuero ecológico a darle aire a la jugada. En la intimidad sudás un cagazo épico frente a un cuerpo anamofo gritándote su dolor encriptado, pero afuera del hospital sos un bolche re zarpado trompeando todo cuanto represente a la industria farmacéutica. Tu abuela deja de enviarte encomiendas.
En cuarto año comenzás a cursar las especialidades. Para nuestra ecuación te acercás a los treinta y el tener que definir que carajo hacés con tu vida se resume en una dicotomía muy clara: te superespecializás hamburguesándote e hipertrofiando tu caja de ahorros o la jipeás forever para el bienestar de tu conciencia. En general pateás la decisión mientras atendés el celular a los gritos en cualquier lado, con la hipótesis secreta de que sonás muy sexy diciendo cosas como eneacetilcisteina o fitobezoar. Tu abuela vuelve a mandarte encomiendas a cambio de una pasta que le pega bien.
Hacia los treinta y cinco, en quinto año, todo se vuelve una demanda de datos a confirmar pronto, tan pronto como…¡ya! Especialidad, hospital, fecha de recibida, destino de residencia (en la doble acepción), pareja médica o de las otras, Belgrano o Boedo. En mi caso, el exótico destino de mi profesión le otorgó a mi abuela un preinfarto.

Mis mano a mano con la Medicina comenzaron cuando empecé a atender pacientes solo, allá por tercer año. Entre los algoritmos que estudiaba para restituir los resultados del laboratorio que mostraban órganos en mal estado y lo que veía en el individuo hablándome desde la camilla había una herida incosible. Me extrañó como la Medicina moderna quedó indisolublemente ligada al discurso y ejercicio solipsista de una ciencia de objetos. Esto no se cuestiona, es el sedimento de la era bacteriológica cuando todo cerraba magistralmente para los científicos, aislaban un bicho: explicaban una enfermedad. Pero cuando los bichitos no alcanzaron para explicar las enfermedades crónicas no transmisibles (hipertensión, diabetes, obesidad, entre otras), la medicina pidió auxilio a la ciencia y ésta, tranquilizándola nuevamente, la invitó con un sorbo de estadística. La medicina basada en la evidencia (estadística) volvió a convencernos con unas cortas cadenas causales que podría modificar para corregir.  Pero en la historia de la humanidad, el último siglo fue el debut de una Medicina que cancela al Sujeto, explicando su condición de enfermo a partir de cosas (causas) siempre externas. Antes del siglo XIX rotaron las interpretaciones animistas, mágicas, pecadoras, pero todas tenían en común el concebir un Sujeto protagonista del mal que padecía. Así, la ciencia con sus innegables y colosales descubrimientos nos fue explicando cómo se producían las enfermedades y nos convenció de que incluir en la ecuación al Sujeto era cruel, demasiado tenía con su padecer para andar ensimismándose en peroratas ficcionales. Aquí estamos, Sujetos escindidos por borratintas y solapados por nuestra condición de (demasiado) Pacientes.
Para no ser hegemónicos, echemos un vistazo a lo que ocurría por las colectoras de la autopista de la salud. Frente a la farmacolización de la vida cotidiana que proponía la medicina moderna, varios grupos (conformados mayoritariamente por desahuciados y buscavidas) marketinearon las “terapias alternativas”. No estoy en contra de ellas, practiqué muchas y practico algunas actualmente, pero su tropiezo, como en toda contrapropuesta rebeldona, consistió en adornar con otras flores el mismo paradigma. Donde uno pone ibuprofeno, otro pone aloe vera; donde uno extirpa tejido, el otro sacar malas vibraciones. Lo que falta y lo que sobra nunca toca lo que pasa. Hasta tal punto los siguieron, que copiaron el costado más siniestro del asunto, fíjense en sus amigos: salen a correr en círculos, asisten a infinitos tipos de yoga, experimentan con todo cuanto innove en las dietéticas ¿y todo para qué? No para sentirse mejor para… equis cosa, sino para estar (más) sanos, la salud como un fin en sí mismo. De la salud como destino al fascismo de los sanos hay un corto y anémico pasito.
 ¿Y si de pronto nos preguntáramos qué es verdaderamente estar enfermo? Si pensamos en el significado último nos topamos con (lat.) In-firmitas, es decir, no firmes, débiles. Si asumimos que “eso” alguna vez estuvo firme, ¿qué es “eso” debilitado? Claro, la salud. Pues ¿qué es la salud? Porque, les cuento, eso de “el completo bienestar físico, psíquico y social y no solo la ausencia de enfermedad” que propone la OMS, solo alimenta el laberinto en el que estamos varados hace tiempo. Luego volveré con esto, paciencia.

Las palabras
“El verdadero simbolismo se encuentra
donde lo particular representa a lo universal,
 no como un sueño o una sombra,
 sino como una revelación viva y
 momentánea de lo inescrutable”
Goethe

Wagensberg entendía al arte como una forma de conocimiento basado en el principio de comunicabilidad de complejidades no necesariamente inteligibles. Simplificado, quiere decir que podemos comprender sucesos aunque no podamos explicarlos en términos lógicos. El conjunto de las artes tienen a priori las facultades que propongo, pero en términos de salud y enfermedad la literatura les gana en la última recta. La literatura es una crepitación sintomática en tanto síntoma como un saber que habla y un decir que sabe. Diríamos en psicoanálisis que es un decir que sabe sin saber que lo sabe, pero en la literatura más bien es un decir que sabe y no le importa si lo sabe ni porqué.
Cuando leemos una narración, automática e inconcientemente transformamos los significados (universales) de sus letras en significancias (singulares) de nuestra historia. En las artes visuales ocurre una empatía soft, el cómo sí es fácilmente maniobrable para el espectador porque, aunque invoque escenas y afectos tremendos, sucede en una imagen ya constituida. El inconciente opera con imágenes (pueden comprobarlo en sus sueños nocturnos) y son éstas creaciones las que suceden, necesaria e inesquivablemente, al sumergirnos en una página de literatura y las que -pudiendo suceder- pueden reemplazarse por las imágenes propuestas por las artes visuales. Por otro lado, el tiempo narrativo en las artes visuales es impuesto por el director, mientras que en la lectura es administrado por el lector. Por eso, quienes hayan experimentado la colosalmente pathética experiencia de ser fagocitados por una historia literaria, saben que siempre nos enjabona el piso, quién cierra el libro es un “uno” diferente al anterior, un yo re-signado y fortalecido. El conocimiento, más no sea de uno mismo, combate al miedo y en nuestro encandilamiento mortal pocas cosas son más importantes.
El código por el cual una pulsión se transforma en una historia constituye un néctar de información sobre el estilo del autor y la sociedad que lo contiene, porque aunque el autor tiene un marco biográfico propio e individual, también opera como integrante de un reticulado sistémico que lo modula y lo condiciona (al que también él modula y condiciona). Cuando aquella herida incosible entre los libros de medicina y el paciente comenzó a dolerme pensé que este estilo –que opera como un representante del Sujeto y su contexto- podría explicar su modo de enfermar. La eficacia de la medicina radica en explicar los patrones universales de la enfermedad (“paciente adulto con dolor en el pecho y equis electrocardiograma es un infartado hasta que se demuestre lo contrario”, por ejemplo) y en ello pusimos tanto esfuerzo que olvidamos que el hombre es un “universal singular”. Elijo su estilo de narrar, de reproducir historias –bien podría haber escogido cualquier otro estilo del Sujeto- porque el sujeto enfermo tiene dos grandes tranqueras de abordaje; una física, somática y otra histórica, biográfica. La primera fue y sigue siendo holgadamente exprimida por la ciencia moderna, mientras que la segunda quedó relegada a desencuentros tórpidos, a denuncias mágicas, cuando no al exilio último del olvido.



Átomos a palabras

"-Posible, pero no interesante-respondió Lönnrot-.
Usted replicará que la realidad no tiene
la menor obligación de ser interesante.
Yo le replicaré que la realidad
puede prescindir de esa obligación,
pero no las hipótesis."
Borges, La Muerta y la Brújula

Es en el dualismo (cartesiano, si quieren pero esto viene a gomerazos retóricos desde Demócrito y Platón) del cuerpo por un lado y la psiquis (el alma) por el otro, donde hace agua toda terapéutica fallida.
Hace cien años Freud proponía algo así: las enfermedades del cuerpo son la punta de un iceberg, cuya masa sumergida representa un afecto que permanece estrangulado en el inconciente, si el trabajo analítico da con esa represión y el paciente la elabora, habremos conseguido lo más parecido a la curación. Luego Lacan ignoró esto, habló en difícil, París y Buenos Aires empaparon sus calzones (como frente a cualquiera hablando en difícil) y, sin saberlo, ignoramos esto también. Hay algo que todavía no entendemos y si como tantas veces sucede, el metabolismo social del conocimiento surge en el arte, pasa por el ensayo para arribar finalmente a la ciencia, el primero podrá echar luz sobre el asunto, podrá ser la escafandra que nos permita bucear el lado húmedo del iceberg.
Si entendemos por sistema complejo a aquel sobre el que operan una cantidad de variables imposibles de predecir, la enfermedad es un sistema complejo donde el órgano, el alma, el pensamiento, los vínculos interpersonales y las significancias con objetos en la vida del enfermo, tejen una red de carácter sistémico. El arte logra convertir lo teleológico en sistémico. ¿Por qué? En principio porque cualquier gesto artístico surge a partir de nuestra impotencia frente a una inconformidad, llamamos a esto inspiración y no es otra cosa que un eructo del inconciente que, de hecho y aunque de manera parcial, resignifica nuestra realidad. En términos freudianos es esa sublimación, donde el yo y el ello comparten una suerte de victoria sobre el superyo. Cito a Bioy Casares “Yo escribí […] para levantar un monumento a mi dolor y convertirlo, por medio de la escritura, en un reclamo persuasivo”. Esto es el primer paso para explicar el beneficio terapéutico que representa, para un autor, su creación. En el caso del lector el beneficio llega cuando el autor logra transmudar de manera alquímica, lo insoportablemente singular y chocante de la creación en algo empático y universal.
Quienes hayan leído los historiales de los pacientes de Freud, podrán ver la riqueza literaria que contienen. Quienes hayan leído al menos algunos autores literarios, podrán recordar algunos ejemplos de cómo la enfermedad opera siempre amalgamada con un sujeto en crisis (podría citar ejemplos, pero son tantos como tanta literatura exista).
La realidad no es algo que nos chocamos en el mundo como cosa en sí, sino que es una realidad configurada por un consenso civilizado a partir de nuestro aparato perceptivo para, dando por supuesto esto o aquello otro, poder ir a comprar medio kilo de vacío sin resbalarnos en una persecución paranoide y metafísica. Como en aquellas figuras de Minkowsky que nos mostraban que los seres de dos dimensiones como una bacteria no son concientes de una tercera dimensión,  a nosotros, tridimensionales, nos resulta complicado observar un hipervolumen en la carnicería. Que nos cueste concebir un nivel de complejidad mayor al propio no quiere decir que no exista. Los materialistas naïf del ver para creer  deben saber que en el conocimiento más profundo y actual que tenemos sobre la materia, la física (cuántica) tuvo que incluir la modulación subjetiva del Sujeto-investigador sobre el objeto de estudio en un bucle como este: Mente humana -> Fenómeno biológico -> Fenómeno atómico -> Mente humana. (No es el sitio para demostrarlo, pero pueden revisarlo en el libro Mente y materia de Schrödinger, en la relación de indeterminación de Heisenberg  y en la teoría de los sistemas de von Bertalanffy). Estaré de su lado si siente que el funcionamiento de los átomos no explicaría el enfermar, cuando ni siquiera podemos homologar lo atómico a lo vivo. Pero hay aquí un nuevo bucle recursivo: la vida se creó – y se crea- cuando una parte del todo se aísla, se re-une, se sujeta. A partir de una delgada membrana grasosa, se genero el soy, el mío el eso y aquello. Porque dentro de ese hermetismo existencial se des-cubre una estructura metasimbiótica: la mitocondria (Gr. mythos: hilo, relato; condrio: gránulos). Un aparatejo que nos conecta en lo más preciado que aún conserva la vida y el latir humano: la intención de tender redes más allá de sus muros, de suspirarle a otro su sentir.
Hay dos estudios recientes que podrían apuntalar todo lo dicho. El primero, desde lo material, es el descubrimiento de las Neuronas espejo que, en resumen, son los encargados somáticos del empatizar, de ponernos en los zapatos del otro por un rato. El segundo, desde lo biográfico,  es un estudio donde tomaron tres grupos de personas, al primer grupo les dieron a leer textos de ficción, al segundo grupo textos de no ficción y al tercero no les dieron nada. Luego evaluaron a todos con tres test que, palabras más palabras menos, evalúan la capacidad empática de una persona como el Test de los ojos de Baron-Cohen, la prueba de reconocimiento de expresiones faciales y el test de Yoni (deducción de pensamientos y sentimientos de un personaje a partir de unas imágenes y datos). Resultado: sin Gatorade, los que leyeron ficción ganaron por goleada.
 Para concluir quiero dejar algo en claro. No estoy diciendo que las ficciones son la mejor alternativa a los fármacos y los yuyos. Solo digo que echar un vistazo a lo que sucede con los padecientes en cuerpo y alma en la literatura, a cómo opera el proceso de creación y el de mascado de una obra literaria, podría ayudarnos (a quienes nos encargamos de los enfermos) a entender la enfermedad de una manera más compleja, más completa. Y a quienes no se encargan de más enfermos que de sí mismos, encontrarán en la literatura no solo un placer supremo, sino un escudo protector, un fortalecimiento de aquel In- firmitas, una herramienta de resguardo como aquella que mi madre me dejó tomar y les cuento más abajo.

A partir de aquí, mi confesión. Puede obviarla y no perderá ninguna idea de las arriba expuestas pero, sí insiste y no puede ya ocultar su condición de chismoso y vedetonga…


Hasta mis dieciocho años viví solo con mi madre. Criarse con una vieja de lengua no es experiencia inerme. Como un determinismo paragráfico, aprendí a hablar y a leer mucho más precozmente que la media (en detrimento de limpiarme el culo solo y controlar mi vejiga por las noches). Nunca hubo lugar para los ajjjó, tutú, babau o meme. Madre es una fundamentalista de las letras hasta límites belicoides. En casa, hasta los refranes se sofisticaban: Yo no volvería con el caballo cansado, sino con el equino exhausto; el Tío no se encontraba entre la espada y la pared, sino entre Escila y Caribdis; este o aquel no tenían cabecita de novio sino de Florentino Ariza. Más de una vez me quedé sin helado porque un empleado se negaba a corregir inmediatamente su menta granisada. Por las noches colocaba un bate de baseball bajo mi cama por las terribles pesadillas, no con el Coco o el Hombre de la Bolsa, sino por los fantasmas del dequeísmo o el destripador pronominalizador de verbos. Pero, a decir verdad, si esto revistió algún tipo de padecer, duró muy poco. Hay un gesto que nunca olvido: la mesa de la cocina, donde transcurría la mayoría de nuestra estadía en casa, estaba siempre equipada por una tribuna de libros llenas de marcadores y subrayados que invitaban a curiosearlos. Hace poco, en una visita a Comodoro, estábamos ordenando una de mis bibliotecas y encontré un libro de poesía pedorra,  “Te prometo un jardín de rosas”. Fue el primer libro que compré, solito, cuando tenía nueve años, en El Ateneo de recoleta, durante unas vacaciones de invierno que pasamos en Capital. Esta vez le pregunté a mi madre porqué me había permitido invertir mi poquísima plata en esa bazofia, porqué no había actuado –como tantas veces, como siempre- seduciéndome hasta que tenga en mis manos no sé, un Octavio Paz, un Mallarmé, un Juarroz aunque sea. Contestó –y me conmovió hasta la médula- que se acordaba muy bien de ese día y que, si bien reconocía el encauce voluntario que daba al río en que yo navegaba su biblioteca, esto respondía a otro suceso, un acontecimiento bisagra, dijo: Vos estabas sufriendo por el desamor de una compañerita y elegiste tomar un libro por salvavidas, creíste que ahí encontrarías una respuesta, una compañía, lo que sea, un ensalmo a tu dolor.
Entre muchas otras historias –que no vienen al asunto- de mi prontuario literófilo, hay una última que quiero contarles. Algunos años después de “Te prometo un jardín de rosas”, buscaba algo para leer en la biblioteca del living y tomé el libro más atractivo. Era el único que no tenía letras en el lomo, estaba forrado con un papel microcuadriculado, blanco y anaranjado. Era Rayuela, el libro. Era papel de tira electrocardiográfica, el forro con el que mi Padre había abrigado el libro antes de partir. De este tipo de determinismos crípticos se vale mi inconciente y las cuentas de los psicoanalistas.

Esta es mi confesión de parte: madre es literata, padre es médico. Mi Edipo puede haberme llevado a estudiar medicina para derrotar a mi padre (mamá dice que lo logré) y mis incursiones literarias pueden ser para conquistar a mi madre (padre dice que, de todos modos, ya lo había logrado). Ya tengo un analista, iuarleit.



Hay peores enfermedades que las enfermedades,

Hay dolores que no duelen, ni en el alma,
Pero que son más dolorosos que los otros.
Hay soñadas angustias más reales
Que las que la vida nos trae, hay sensaciones
Sentidas sólo con imaginarlas
Que son más nuestras que la propia vida.
Hay tanta cosa que sin existir,
Existe, existe, demoradamente
Y demoradamente es nuestra y nosotros…
Por sobre el verde turbio del amplio río
Los circunflejos blancos de las gaviotas…
Por sobre el alma el bosquejar inútil
De lo que no fue, ni puede ser, y es todo.

Dame más vino, porque la vida es nada.

19-11-1935
Fernando Pessoa

jueves, 3 de octubre de 2013

Azul


Camino por Scalabrini a paso gris, entre rendido y ofuscado. Toqué el timbre del 15 dos paradas antes por el cartel "0Sanguche de mila completo con fritas y gaseosa $20". Convivo hace días con una acidez decidida y ponzoñosa. No es la mejor opción, lo sé, ni siquiera tengo hambre. Pero Florencia no está en casa y si después me pica la panza, mejor que haya algo, sino me pongo malo y empiezo con el nesquik a cucharadas y a la Floripondia no le cabe. Acabo de cortar una llamada con Madre. Hace algún tiempo que la comunicación está herida, frágil, hipersensible. Creo que estamos divorciándonos de la incondicionalidad. Del resto no, el resto está bien, pero la incondicionalidad caducó. Al parecer estamos ya muy grandes -ella envejeció muy lento y yo lo hago con una fulgurosidad rampante- y no queda sitio para el vale todo. Nos convertimos en unos pequeños y tristes burgueses del combate afectivo, unos quisquillosos gorditos dueños de la pelota que cortan menos diez al primer mal pase o la primera gastada.

Paro la marcha para encender un tabaco, compré un zippoide de veinte pesos que se apichona a la primer rafaguita. Levanto la cabeza y veo a una piba en la esquina, arriba de una bici -más que arriba estaba cubriéndola, como quién estando sobre la vereda pretende comenzar el viaje sobre el asfalto pero algo, una duda o una certeza, la detuvo-. Está a unos treinta metros, tengo los lentes puestos y no veo una mierda, pero lo mismo, me recuerda a Azul. 

Sonrío al piso, hace veinte años que no la veo. En aquellos días tampoco la vi demasiado, nuestras madres fueron (lo que se dice) amigas de toda la vida, pero de esas que se cruzan cada algunos años y se reencuentran cuando las papas les queman con un aroma similar. Nosotros hacíamos que jugábamos en el parque, con un malestar perpetuo. Parecíamos esos autistas genios, pero sin genialidad aparente. Vivíamos ensimismados e hiperatentos, soportando los rayos de una tormenta fatídica que nunca se dignaba a rajarnos la tierra. De Azul solo recuerdo su manera de mirar. Tendríamos ¿cuánto?, cuatro o cinco años, y miraba de manera apaciguada pero lancinante, con unos ojos negros enormes, totalmente desproporcionados a su cuerpo infantil. No era una mirada violenta, ni astuta, ni instigadora. Era penetrante, más que penetrante era  terebrante, un golpe de ariete en slowmotion.  A mí me asustaba. No era un peligro inminente, era más bien como estar frente a una turca, con un milenio de batallas en sus sandalias, en su lugar, su idioma y su cultura. Son esos miedos ominosos de la desolación los que pasan delicada e inmediatamente de la incomodidad al horror.

Comienzo a caminar y esa mancha comienza a tomar márgenes lógicos y  se parece cada vez más a ella. La piba me mira, me taladra con la mirada. No quiero darme vuelta a ver si está mirando a alguien atrás mío, me sentiría un pelotudo si hay alguien, prefiero soportar está tensión incómoda en los miembros. Es una bici jipi,  ella y su ropa parecen bastante jipis desde estos quience metros. Alguna vez alguien me dijo que la vió con rastas. Esta tiene el pelo corto, pero desordenado y sí, mucho color, mucho ancho, mucha biyú, eso es jipi.

A cinco metros la veo sonreirme, es Azul.

Por fortuna o designio epigenético, no dijo ninguna de esas estupideces sobre el clima, el tránsito o la edad. Rappeamos algunas ideas volátiles sobre el tiempo, las milanesas, la manutención avergonzada. Tampoco cedimos a la tentación de empalagarnos sobre las casualidades en las esquinas, los destinos sincronizados y todas esas patrañas de leche condensada que crispan a cualquier diabético de la glucemia del new age.
No fueron más de diez semáforos y nos abrazó la anacronía de un silencio que, desde aquellas tardes en el parque cuando soñábamos que el epidídimo del tiempo nos de una prórroga, nunca nos soltó la mano. Miramos por Scalabrini hacia Corrientes, una sudestada hermosa galopaba con todos sus fuegos artificiales y una manía decidida. Cualquier palabra hubiese manchado ese momento, nos fuimos, cada uno por su calle, enderezando las vértebras para la batalla. Había llegado la tormenta prometida.