lunes, 29 de abril de 2013

Escuelas y literatura



Hace poco charlaba con una profesora de literatura y me comentaba que cada vez es más común que las coordinadoras o directoras de los colegios pidan cierto recato al momento de elegir los libros que leerán sus alumnos, en los privados por protegerlos, en los públicos por subestimarlos (o desprotegerlos). Desde esa óptica, Quiroga se reduce a demasiado crudo, Walsh a demasiado político, Arlt a demasiado rabioso, Borges a demasiado Borges. Sábato puede estar bien con Uno y el universo, pero El Túnel tiene demasiada mujer de tu prójimo, demasiada paranoia, demasiada lanceta al pecho. El Molina de Puig está más para el DSM que para el aula. El náufrago de García Márquez está bien solo mientras naufraga, y nada de mencionar a esos abominables incestuosos de los Buendía, que encima eran muchos. Las “instrucciones” de Cortázar no son tan dañinas y Jean Valjean mereció la muerte desde el principio porque robar es robar, y qué tanto. 

Contando con un testimonio, decidí salir a la calle para embarcarme en un gran estudio epidemiológico en el terreno de la verdad – las escuelas-, usufructuaría el incuestionable beneplácito de la estadística. Mi primera entrevistada resultó ser una joven profesora de literatura por las mañanas, recibiéndome como bibliotecaria turno tarde  para contestar algunas dudas sobre los autores presentes en el aula de Lengua. Durante dos horas pendulamos entre la literatura y la educación, hasta que los polos comenzaron a acercarse – o nos aburrimos – y nos despedimos cordialmente. Luego el calor, la sed, los mosquitos y la revolución entrópica de las combis escolares: mi primera entrevista fue la última. Después de todo había duplicado mi muestra, no cualquiera.  

Lo primero y más cardinal fue la diferenciación entre el ámbito público y privado. Las escuelas privadas tienen su norte más cercano a la comisión de padres que al ministerio de Educación. Al parecer los padres que depositan cifras de tres ceros mensuales en la educación de sus hijos, no esperan menos que  la injerencia inmediata sobre los movimientos de la empresa. En reuniones de coffee, blondies & Cupcakes, tratan con el mismo tenor la marca del jabón en el baño de las chicas, los beneficios del uso permitido de notebooks en el aula o la continuidad del profesor de tecnología como tal. “Desde que se armó ese revuelo mediático con Hotline, los padres están más atentos. En ese momento yo estaba dando Crónica de una muerte anunciada en segundo año y una madre vino a quejarse porque gracias a eso tuvo que explicarle a su hija qué era  perder el honor. Otro caso fue desde la institución: me propusieron que en vez de dar Juguete rabioso diera Rebeldes, que es casi lo mismo pero menos obsceno, más aggiornado y sin tanta apología del delito“.

En el caso de la escuela pública las limitaciones van por otro carril. Según nuestra docente-bibliotecaria, reina la política del “que pasen todos” para lo cual, las novelas deben ser cortas y los cuentos fáciles. “Cuando trabajaba en una estatal, para comparar, pude dar Juguete rabioso y nadie me dijo nada. Pero el Martín Fierro, que estaba en el programa, ya no se daba porque los chicos no entienden el lenguaje, se evita dar Cortázar porque las metáforas son complejas. Algunas compañeras daban Coelho, pero en mi caso, si apenas puedo lograr que terminen un libro mucho menos quiero que el aula se convierta en un diván”.

Quedé pegado a esa comparación entre Arlt y quien sea que haya escrito Rebeldes. Volví a casa y tomé El juguete rabioso, me dispuse jugar a releerlo desde unas lonas adolescentes, desde unos mocasines paternales y desde el sillón directivo de una escuela. Luego googleé y hallé Rebeldes de Susan Hinton. Puede que las temáticas; un adolescente de clase social baja logra salir relativamente airoso de una escabrosa etapa de su vida, se parezcan desde lo macro. Indudablemente la lectura de Rebeldes es mucho más ágil, una narrativa que de simple, y a mi gusto, roza lo vulgar. Pero hay un hecho puntual que perpetúa mi inclinación, personal y para el ámbito escolar, a favor del literato de Boedo: ahorra en artilugios grandilocuentes, lo que apuesta en dilemas  existenciales de cualquier esquina. Y si eso no es una herramienta para llegar a un adolescente, me rindo. Silvio Astier, el protagonista de El juguete rabioso, se clava en la arista existencial más seductora para el lector joven; la cotidiana, la barrial. Arlt logra una novela corta donde profundos dilemas universales no son abordados desde un palco ontológico sino desde los tropiezos de un joven profundo y triste. Rebeldes abraza al modus Disney con desgarradores hechos fortuitos de una grandiosidad épica. Puede que esto logre una primera adhesión del lector a la trama, pero es una adhesión volátil, empastada desde una razón curiosa que termina por entorpecer la empatía, esa endosimbiosis afectiva que logra un abrazo perdurable entre el lector y la obra.  

En los últimos diez años la matriculación en escuelas privadas creció mucho más que la estatal. Este año se proyectó duplicar la cantidad de escuelas públicas con ampliación de jornada para el 2016. El website del ministerio de Educación anuncia  que, también este año, batió el record en compra de libros para escuelas públicas,  en una nota donde las cifras apenas dejan un escueto rincón a la mención de algunos pocos de los autores. Más escuelas, más horas, más libros. Los ministerios son recintos del cuánto, y el arte es amante del cómo. Sabemos el qué, la educación; el dónde, las escuelas; más no paguemos el cómo por el cuánto. Más no quiere decir mejor. 

domingo, 14 de abril de 2013

Vieja de lengua, ¿Dónde Estás?


  
   – Hola, ¿Tenés El Misántropo de Molière y Los lemmings y otros de Casas? busqué en las estanterías pero no los encontré.
   – A ver…– Contestó resoplando un tipo alto e intersticialmente canoso, con unos pequeños lentes a modo de mascarón delante de un gesto de “sobre Proust podría decirse que…”, según mi intuición (o prejuicio) semiológico. 
   – Vení por acá –  una voz femenina a mis espaldas.
   
   Proviene de las fauces de una casi señora, ojerosa y delgadísima, con un delantal espantoso y un plumero desvencijado que señala dónde es ese acá. La sigo levemente rendido, le tengo más fe al nostálgico parisino. Se agacha en una estantería del fondo, como cediendo a la curva que propone su cifótica columna, coloca el plumero en su axila apuntando el extremo emplumado a mi nariz.

   – ¡salud!
   – Avestruz – Digo por lo bajo recordando la última pregunta (¿De que ave provienen las plumas de los plumeros?) con la que perdí un Carrera de mentes.
   – Acá está el de Moliere
   – Gracias, ¿y de Casas?
   – De Casas nada.

   Llevo secretamente cierto goce sádico por descorchar en interlocutores casuales y cotidianos, algunas nostalgias: las ofuscadas, indignadas, amargas. Nostalgias biliares de un pasado que no solo fue anterior y fue mejor sino que, resucitado, resulta de alto poder mesiánico. Le pregunto qué libros son los más comprados por los jóvenes.  Con el plumero apunta a la aparatosa estantería de la entrada mientras, intuyo, pone play a su cassette: 

   – Cada cincuenta de esos se vende un clásico, aunque los clásicos cuesten una quinta parte. Eso no es literatura pero es lo que vende  y una librería es un negocio, antes y después de vender libros.

   Camino hacia esa estantería, el plumero y su cifótica me escoltan. Es la más ordenada y plumereada, el color negro y el rojo protagonizan la mayoría de las tapas y los lomos (no, no es el rincón zurdo de editorial Terramar), todos con el moderno detalle de laca sectorizada UV dando brillo a una letra o un colmillo, amalgama que a priori dan un bonito caleidotrosko. Hasta que te topás con los títulos.

   – Mucho vampiro, ¿no?
   – Mucho vampiro y mucho medioevo – Contesta bajando la guardia plumífera.

   El resto de ese episodio son detalles poco interesantes de mi husmear la estantería, de pagar mi libro y de la orfandad del plumero y la cifótica. Pero esa tarde me dejo dos pruritos; ¿qué pasó con la vieja de lengua que te invitaba a los clásicos universales y la literatura argentina del siglo veinte (y te los exigía si no te anoticiabas de la invitación)? Y ¿Por qué tanto vampiro? Me embarcaré en el primero, el segundo será para otra vez. 

   Hace poco charlaba con una profesora de literatura y me comentaba que cada vez es más común que las coordinadoras o directoras de los colegios pidan cierto recato al momento de elegir los libros que leerán sus alumnos, en los privados por protegerlos, en los públicos por subestimarlos (o desprotegerlos). Desde esa óptica, Quiroga se reduce a demasiado crudo, Walsh a demasiado político, Arlt a demasiado rabioso, Borges a demasiado Borges. Sábato puede estar bien con Uno y el universo, pero El Túnel tiene demasiada mujer de tu prójimo, demasiada paranoia, demasiada lanceta al pecho. El Molina de Puig está más para el DSM que para el aula. El náufrago de García Márquez está bien solo mientras naufraga, y nada de mencionar a esos abominables incestuosos de los Buendía, que encima eran muchos. Las “instrucciones” de Cortázar no son tan dañinas y Jean Valjean mereció la muerte desde el principio porque robar es robar, y qué tanto. 

   Me comentaba, también, que frente a esta seudocensura, muchos docentes optaron por otro modus operandi: los alumnos proponen los libros y si no acarrean ningún riesgo psíquico para la estructura de estos frágiles sujetos, se acepta. Nada de acompañar al alumno, sin tironear ni empujar, por el saludable camino que lo enfrente a dicotomías y deba escoger aquel sendero que intuye más cercano a la identidad que persigue, sino meros espectadores desde una tribuna alambrada. 

   Siento esto como un malentendido, una falacia del tipo petitio principii que dice, por ejemplo: “el túnel de Castel será oscuro, puede que sea solitario, pero tal vez no sea el único y si Todorov estaba en lo cierto cuando decía que las palabras crean realidades, estamos en riesgo de formar una legión de homicidas pasionales”. Algo similar fue inculpado a Goethe luego de que asociaran un brote de suicidios a la lectura e imitación de su desventurado y joven Werther.

   Pedir a la literatura historias rosas, con personajes de neurosis sublimadas, de buenas elecciones, de violencia en el cajón, de gritos atragantados y portazos ni pensados, de respeto sin elogio a papá, de nunca mirar la belleza de mamá, de buen trabajo y buen querer, de sexo seguro y con amor, es abolir su esencia, su baluarte: el drama, en la acepción que más me gusta, algo patético (Lat. Pathos: pasión, padecimiento) que logra conmover los grandes afectos del alma humana.

   La literatura es otra cosa. 

   Es apretar la pluma en nombre de la tarde en que no te llenaste el cráneo de metales pesados, de la noche en que caminabas solo y borracho hacia tu casa y fingiste no ver como forzaban a la pendeja, es las veces que te comiste el vómito de excusas coloradas o no escuchaste ni el perdón ni el nunca más. Claro que, menos trágico y más usual, es también la morocha que te miró en el tren, que te rozó y que no seguiste en nombre de la monogamia a tu mujer o a la tortilla con que ella te esperaba. Es la consecuencia de un tipo percibiendo que algo anda mal, que un mínimo movimiento, en el mundo de su vida o en la vida que cree otorgarle al mundo, tumbará un conjunto de supuestos torpemente apilados. Es intentar suturar una herida que no cesa de heder. 

   Hay un acuerdo social, tácito e inconsciente, por el cual se otorga a la ficción un amplio margen a decir y hacer cosas  que están prohibidas tanto en el mundo material, como en las ideas yoicas de los pensadores de su época. Esto es tierra fértil para que el arte se les adelante,  pues no solo logra sino que es la capacidad del artista por captar las perversiones, la miseria maquillada y resistida del alma humana. Es el fantasma hablando. 

   El Sturm und Drang se descostilló de risa del racionalismo y la estética del pensamiento alemán en su tiempo, fue una sala de ensayo cardinal para lo que sería, décadas después, nada menos que el romanticismo. Puso en boca de la ficción el malestar del hombre moderno en la cultura, un siglo y medio antes que “El malestar en la cultura” freudiano y se anticipó doscientos años a los lingüistas del siglo veinte que hablaron del lenguaje como equivalente del pensamiento, como sonido externo pronunciado por el sonido interno que anima la carne. Por citar otro ejemplo, creo recordar una historia que supo conducir la pluma de Homero (hace veintisiete siglos…), Sófocles, Esquilo y Voltaire, y cuyo sentido latente sirvió a Freud para estructurar gran parte de su teoría. Hablo, claro, del mito de Edipo.

   No quiero caer, como el plumero, en ese elogio melancólico del pasado. Las cosas no son como deberían ser, son como son. Me detengo en el porqué de ese cambio e inmediatamente me resulta un reflejo sinérgico de la cultura del Fast-all, moralinas al margen. “Y luego un silencio/ hálito de vida/ apnea de ensueño/ un detener el tiempo”. No hay tiempo para detenerse, las agujas (nos) corren y eso no es nuevo. Un 25% de las poblaciones están sedadas con ansio-líticos. Esa ansiedad y el Fast all, si no son lo mismo, riman. Pensemos que nos pasa cuando, por ejemplo, se corta la luz, no tenemos sueño ni mucho por hacer. Luego de algunos minutos aparece ese monstruo interno, la angustia, la ansiedad; síntomas que dicen y saben muy bien de lo que hablan. Frente a la literatura sucede algo similar, pareciera más saludable mantener afónica la voz interior en una historia simple, ya metabolizada para ahorrar esfuerzos y ensimismamientos al lector, con personajes fantásticos cuya inverosimilitud nos garantice que cualquier parecido con nuestra realidad es mera e irrealizable coincidencia, que sumergirse en una obra compleja pero de un tipo común que transita una historia y unos afectos fácilmente hallables a la vuelta de la esquina, o por debajo de la camisa. Las obras literarias que sobreviven al tiempo lo hacen por esto último y, celebremos, mucha de la literatura argentina de los últimos años va en esta dirección.

   No me refiero a identificarse con un personaje por un parecido físico, alguna costumbre  o elementos de la historia que reconozcamos como propios, sino a los afectos en juego. Es en los afectos inconcientes donde se disuelven los límites territoriales de los sujetos. Uno comienza a transitar la obra y en el cuerpo se activa una alarma mnémica que advierte “recordá que ya pasamos por esto y dolió”, y puede que ni siquiera tengamos noticia conciente de esa alarma o no sepamos bien que nos pasa frente a esa historia. En ese no saber está la clave. La literatura tiene la maravillosa capacidad de trasladar hacia otro lado ese no saber, devela algo esencial a costa de ocultar algo accesorio que haga interesante la trama. Por poner un ejemplo, que por extremo es esclarecedor: mientras que uno no sabe que de niño quiso matar a su padre para casarse con su madre, en la literatura Edipo mata a un hombre y se casa con una mujer, sin saber que son su padre y su madre. 

   Pedir a la literatura un devenir aséptico es un error ingenuo y resistente, un furor maníaco por querer doblegar lo real hasta que no duela, hasta que todos los espejos devuelvan algo por lo que sea grato pagar. Y querer elegir hasta los espejos, unos bien educados, raya al costado y pelo hasta las orejas, que sepan anunciar su reflejo y empañarse cuando el frío estruje el pecho. Si el destino es una partida de dados, aún podemos usar nuestro carácter como estrategia y el conocimiento profundo de nosotros mismos es el mejor modo de dominarla. Tomar un buen libro es sentirte menos solo en tu existencia, es tener en el estante un viejo que habiendo vivido lo peor, desempaña el vidrio con la manga de su camisa y te escucha antes de hablarte sobre un pedacito de tu alma.

   Este año el ministerio de Educación de la Nación batió el record en compra de libros para escuelas públicas, con 13 millones de ejemplares entre literatura juvenil y libros de texto. Jóvenes de Letras, no teman, queremos más Viejas de lengua.

   No constipemos a la literatura, dejemos que entregue lo mejor que tiene.