miércoles, 20 de marzo de 2013

Luces al sonido



     Nunca sabré si esto sucedió en ofrendas de ensueño o torpezas de vigilia.
     Lo cierto es que era una tarde similar a ésta, aunque más gris y de llovizna más fina y más copiosa. Una tarde de agosto, tal vez.
     Sonó el timbre de mi honda morada. Salí arrastrando los borregos y sus cordones desatados, personificando una segura templanza que la desventaja me quitaba. Me conocías, o al menos conocías lo que mostraba en mis conferencias. No faltaste a ninguna. Y en tu terrible inteligir, conocer mi mostrar era más información que cualquier autobiografía horneada en el comercio del seducir. Yo solo conocía tu mirada, que en las conferencias fue siempre tu mirarme, atenta, profunda, lenta, silenciosa, midiéndome como una leona confiada del inevitable paso en falso al que tarde o temprano cederá su presa. Abrí el portón de calle. Cedí.
     Todo en vos era negro. Desde ya tus ojos, tu pelo, mas negro era tu andar, tu sonreír, tu terrible y parsimonioso escuchar. Porque me escuchabas como si el tiempo no corriese, como si no hubiera sofisticada infusión ni relato inconcebible que pudiera conmover tu rostro. Mi empeño fue heroico, sin cuarta pared y, con el beneplácito del gesto sugerido, del tono tamizado, del fumar cansino, fui construyendo un retrato cinematográficamente premiable.
     Me mirabas, sorbías la infusión gustosa – nunca podré describir a mi trémulo corazón espantado por la desidia de perder tus negros ojos mirándome a través de la tasa escorada ante tu rostro, vertiendo el líquido calor sobre tus fauces- mientras recorría el sendero que el sentido imprimía en los márgenes de las sucesivas historias aderezadas de tierna gallardía, de paciente trascendencia. ¡Cuan estúpida la empresa de mercar la esencia que da fuego a tu mirada!
     La anorexia de tu partido o de tu historia, que es lo mismo, me deleitaba con una danza en que abrigabas tus brazos, manos y tus delgados muslos con un pulóver enorme de seguro arrebatado a un antiguo amor; un novio, un compañero, un padre.
     Me acusaste camuflándome entre tanto decir, entre tantas dudas sin tonos interrogantes, entre las hipótesis que, decías, daban continente a un motivo ilusorio para levantarme de la cama. Te invité a escucharme en los intersticios del sonido y te quejaste gustosa, porque decoraba y creía mejorar, incluso, la metáfora de Moris. Y Moris te parecía un Pelotudo.
     Me hablaste de vos, de tu padre y de Marx - mezclándolos frenéticamente-, de las manos en el barro, de Freire, de implosionar el neoliberalismo, de que todos los veganos son frígidos. Te hablé de la incertidumbre, de lo aparente, y coincidimos, por vez primera, en que las certezas por debajo de mis dudas decoradas, rimaban mucho con las dudas que apuntalaban tus enunciados de realidad.
     Hasta que no pudimos evitar lo ontológico de todo esto, el silencio que alarma la extinción del sentido, y era de noche, y la luz tenue del velador en el piso, y los atados vacíos exiliados en la mesa dibujada. Y los cuerpos.

     Escribo esto mientras todavía estás en la cama, abrigando tus plafones con una manta que compramos en el Alto Perú, porque no podías comprar a la niña que cargaste en brazos toda la jornada, montaña arriba. Narrar el fin de esa tarde sería narrar nuestro fin, porque cada día se reeditó de manera similar, cambiando solo objetos ornamentales a los días y sin saber mucho más del otro, tal vez menos.
     ¿Cuánto puede durar la sutura con un objeto cuando la herida es el sujeto bífido, el Ser  fraccionado? No lo sé, y siento que es esta duda la que nos engarza en este arremeter luces al vacío, pausas al sonido.

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