lunes, 14 de octubre de 2013

Átomos a palabras


Entre chorizos y entrañas del asado familiar, mi primita interroga a mi madre <<¿Hernán dejó la Medicina por la Literatura?>>, mi primito -su hermano- anticipa a mi madre <<No, al contrario, ¡las está juntando!>>. Mientras mi madre se atraganta con una provoleta deciden convocarme para resolver el caso.
Confesión de partes y mi manutención pendiendo del hilo de una teoría que me consagrará como el curador de un arte de enfermar fraudulento o como otro descarado procrastinador de quimeras. 





Confesiones
Hace ya algunos años los papers de investigaciones en Medicina basada en la Evidencia incluyen de manera obligatoria, al fondo a la derecha entre las conclusiones y la bibliografía, una suerte de confesión de parte, donde el autor declara si debe su último crucero, la ampliación de su quincho o una nueva amante a alguna institución que podría verse beneficiada por los resultados del trabajo que presenta. Tal vez, sin garantías, a medida que corra su lectura por este texto se materialice mi confesión de parte, al fondo y a la izquierda.

Los átomos
¿Vieron esa empatía antropocéntrica de septuplicar la edad de los perros para comprender algo de su conducta y explicar a los niños su temprana partida? Pienso que una ecuación similar nos permitiría comprender el viaje que emprende el estudiante de medicina a lo largo de su carrera.
Transitamos el primer año (los primeros siete) con un atropello infantil que se mueve entre el asombro y el horror. Todo cuanto cruzamos en los anfiteatros pasa primero por nuestros curiosos sentidos y luego por nuestra angustia frente al apetito insaciable de ese monstruo académico, que pide siempre más y mejores descripciones sobre esos mapas de barrios musculares y autopistas nerviosas, o de esos filetitos de cuerpos sobre portaobjetos en Histología. Tu abuela se recata que vas a ser dotor.
Durante el segundo año nos transformamos en púberes querendones. El fantasma del debut sobre la carne se aproxima con pestilencia y apenas podemos defendernos con el Poett de la Fisiología. Ya podemos refutar a Cormillot. Tu abuela comienza a ocultarte su afición a la aspirina.
En tercer año coincide tu edad real con la edad de la ecuación. Tu mochila Karpatos pasa al banco e ingresa un bolsito de cuero ecológico a darle aire a la jugada. En la intimidad sudás un cagazo épico frente a un cuerpo anamofo gritándote su dolor encriptado, pero afuera del hospital sos un bolche re zarpado trompeando todo cuanto represente a la industria farmacéutica. Tu abuela deja de enviarte encomiendas.
En cuarto año comenzás a cursar las especialidades. Para nuestra ecuación te acercás a los treinta y el tener que definir que carajo hacés con tu vida se resume en una dicotomía muy clara: te superespecializás hamburguesándote e hipertrofiando tu caja de ahorros o la jipeás forever para el bienestar de tu conciencia. En general pateás la decisión mientras atendés el celular a los gritos en cualquier lado, con la hipótesis secreta de que sonás muy sexy diciendo cosas como eneacetilcisteina o fitobezoar. Tu abuela vuelve a mandarte encomiendas a cambio de una pasta que le pega bien.
Hacia los treinta y cinco, en quinto año, todo se vuelve una demanda de datos a confirmar pronto, tan pronto como…¡ya! Especialidad, hospital, fecha de recibida, destino de residencia (en la doble acepción), pareja médica o de las otras, Belgrano o Boedo. En mi caso, el exótico destino de mi profesión le otorgó a mi abuela un preinfarto.

Mis mano a mano con la Medicina comenzaron cuando empecé a atender pacientes solo, allá por tercer año. Entre los algoritmos que estudiaba para restituir los resultados del laboratorio que mostraban órganos en mal estado y lo que veía en el individuo hablándome desde la camilla había una herida incosible. Me extrañó como la Medicina moderna quedó indisolublemente ligada al discurso y ejercicio solipsista de una ciencia de objetos. Esto no se cuestiona, es el sedimento de la era bacteriológica cuando todo cerraba magistralmente para los científicos, aislaban un bicho: explicaban una enfermedad. Pero cuando los bichitos no alcanzaron para explicar las enfermedades crónicas no transmisibles (hipertensión, diabetes, obesidad, entre otras), la medicina pidió auxilio a la ciencia y ésta, tranquilizándola nuevamente, la invitó con un sorbo de estadística. La medicina basada en la evidencia (estadística) volvió a convencernos con unas cortas cadenas causales que podría modificar para corregir.  Pero en la historia de la humanidad, el último siglo fue el debut de una Medicina que cancela al Sujeto, explicando su condición de enfermo a partir de cosas (causas) siempre externas. Antes del siglo XIX rotaron las interpretaciones animistas, mágicas, pecadoras, pero todas tenían en común el concebir un Sujeto protagonista del mal que padecía. Así, la ciencia con sus innegables y colosales descubrimientos nos fue explicando cómo se producían las enfermedades y nos convenció de que incluir en la ecuación al Sujeto era cruel, demasiado tenía con su padecer para andar ensimismándose en peroratas ficcionales. Aquí estamos, Sujetos escindidos por borratintas y solapados por nuestra condición de (demasiado) Pacientes.
Para no ser hegemónicos, echemos un vistazo a lo que ocurría por las colectoras de la autopista de la salud. Frente a la farmacolización de la vida cotidiana que proponía la medicina moderna, varios grupos (conformados mayoritariamente por desahuciados y buscavidas) marketinearon las “terapias alternativas”. No estoy en contra de ellas, practiqué muchas y practico algunas actualmente, pero su tropiezo, como en toda contrapropuesta rebeldona, consistió en adornar con otras flores el mismo paradigma. Donde uno pone ibuprofeno, otro pone aloe vera; donde uno extirpa tejido, el otro sacar malas vibraciones. Lo que falta y lo que sobra nunca toca lo que pasa. Hasta tal punto los siguieron, que copiaron el costado más siniestro del asunto, fíjense en sus amigos: salen a correr en círculos, asisten a infinitos tipos de yoga, experimentan con todo cuanto innove en las dietéticas ¿y todo para qué? No para sentirse mejor para… equis cosa, sino para estar (más) sanos, la salud como un fin en sí mismo. De la salud como destino al fascismo de los sanos hay un corto y anémico pasito.
 ¿Y si de pronto nos preguntáramos qué es verdaderamente estar enfermo? Si pensamos en el significado último nos topamos con (lat.) In-firmitas, es decir, no firmes, débiles. Si asumimos que “eso” alguna vez estuvo firme, ¿qué es “eso” debilitado? Claro, la salud. Pues ¿qué es la salud? Porque, les cuento, eso de “el completo bienestar físico, psíquico y social y no solo la ausencia de enfermedad” que propone la OMS, solo alimenta el laberinto en el que estamos varados hace tiempo. Luego volveré con esto, paciencia.

Las palabras
“El verdadero simbolismo se encuentra
donde lo particular representa a lo universal,
 no como un sueño o una sombra,
 sino como una revelación viva y
 momentánea de lo inescrutable”
Goethe

Wagensberg entendía al arte como una forma de conocimiento basado en el principio de comunicabilidad de complejidades no necesariamente inteligibles. Simplificado, quiere decir que podemos comprender sucesos aunque no podamos explicarlos en términos lógicos. El conjunto de las artes tienen a priori las facultades que propongo, pero en términos de salud y enfermedad la literatura les gana en la última recta. La literatura es una crepitación sintomática en tanto síntoma como un saber que habla y un decir que sabe. Diríamos en psicoanálisis que es un decir que sabe sin saber que lo sabe, pero en la literatura más bien es un decir que sabe y no le importa si lo sabe ni porqué.
Cuando leemos una narración, automática e inconcientemente transformamos los significados (universales) de sus letras en significancias (singulares) de nuestra historia. En las artes visuales ocurre una empatía soft, el cómo sí es fácilmente maniobrable para el espectador porque, aunque invoque escenas y afectos tremendos, sucede en una imagen ya constituida. El inconciente opera con imágenes (pueden comprobarlo en sus sueños nocturnos) y son éstas creaciones las que suceden, necesaria e inesquivablemente, al sumergirnos en una página de literatura y las que -pudiendo suceder- pueden reemplazarse por las imágenes propuestas por las artes visuales. Por otro lado, el tiempo narrativo en las artes visuales es impuesto por el director, mientras que en la lectura es administrado por el lector. Por eso, quienes hayan experimentado la colosalmente pathética experiencia de ser fagocitados por una historia literaria, saben que siempre nos enjabona el piso, quién cierra el libro es un “uno” diferente al anterior, un yo re-signado y fortalecido. El conocimiento, más no sea de uno mismo, combate al miedo y en nuestro encandilamiento mortal pocas cosas son más importantes.
El código por el cual una pulsión se transforma en una historia constituye un néctar de información sobre el estilo del autor y la sociedad que lo contiene, porque aunque el autor tiene un marco biográfico propio e individual, también opera como integrante de un reticulado sistémico que lo modula y lo condiciona (al que también él modula y condiciona). Cuando aquella herida incosible entre los libros de medicina y el paciente comenzó a dolerme pensé que este estilo –que opera como un representante del Sujeto y su contexto- podría explicar su modo de enfermar. La eficacia de la medicina radica en explicar los patrones universales de la enfermedad (“paciente adulto con dolor en el pecho y equis electrocardiograma es un infartado hasta que se demuestre lo contrario”, por ejemplo) y en ello pusimos tanto esfuerzo que olvidamos que el hombre es un “universal singular”. Elijo su estilo de narrar, de reproducir historias –bien podría haber escogido cualquier otro estilo del Sujeto- porque el sujeto enfermo tiene dos grandes tranqueras de abordaje; una física, somática y otra histórica, biográfica. La primera fue y sigue siendo holgadamente exprimida por la ciencia moderna, mientras que la segunda quedó relegada a desencuentros tórpidos, a denuncias mágicas, cuando no al exilio último del olvido.



Átomos a palabras

"-Posible, pero no interesante-respondió Lönnrot-.
Usted replicará que la realidad no tiene
la menor obligación de ser interesante.
Yo le replicaré que la realidad
puede prescindir de esa obligación,
pero no las hipótesis."
Borges, La Muerta y la Brújula

Es en el dualismo (cartesiano, si quieren pero esto viene a gomerazos retóricos desde Demócrito y Platón) del cuerpo por un lado y la psiquis (el alma) por el otro, donde hace agua toda terapéutica fallida.
Hace cien años Freud proponía algo así: las enfermedades del cuerpo son la punta de un iceberg, cuya masa sumergida representa un afecto que permanece estrangulado en el inconciente, si el trabajo analítico da con esa represión y el paciente la elabora, habremos conseguido lo más parecido a la curación. Luego Lacan ignoró esto, habló en difícil, París y Buenos Aires empaparon sus calzones (como frente a cualquiera hablando en difícil) y, sin saberlo, ignoramos esto también. Hay algo que todavía no entendemos y si como tantas veces sucede, el metabolismo social del conocimiento surge en el arte, pasa por el ensayo para arribar finalmente a la ciencia, el primero podrá echar luz sobre el asunto, podrá ser la escafandra que nos permita bucear el lado húmedo del iceberg.
Si entendemos por sistema complejo a aquel sobre el que operan una cantidad de variables imposibles de predecir, la enfermedad es un sistema complejo donde el órgano, el alma, el pensamiento, los vínculos interpersonales y las significancias con objetos en la vida del enfermo, tejen una red de carácter sistémico. El arte logra convertir lo teleológico en sistémico. ¿Por qué? En principio porque cualquier gesto artístico surge a partir de nuestra impotencia frente a una inconformidad, llamamos a esto inspiración y no es otra cosa que un eructo del inconciente que, de hecho y aunque de manera parcial, resignifica nuestra realidad. En términos freudianos es esa sublimación, donde el yo y el ello comparten una suerte de victoria sobre el superyo. Cito a Bioy Casares “Yo escribí […] para levantar un monumento a mi dolor y convertirlo, por medio de la escritura, en un reclamo persuasivo”. Esto es el primer paso para explicar el beneficio terapéutico que representa, para un autor, su creación. En el caso del lector el beneficio llega cuando el autor logra transmudar de manera alquímica, lo insoportablemente singular y chocante de la creación en algo empático y universal.
Quienes hayan leído los historiales de los pacientes de Freud, podrán ver la riqueza literaria que contienen. Quienes hayan leído al menos algunos autores literarios, podrán recordar algunos ejemplos de cómo la enfermedad opera siempre amalgamada con un sujeto en crisis (podría citar ejemplos, pero son tantos como tanta literatura exista).
La realidad no es algo que nos chocamos en el mundo como cosa en sí, sino que es una realidad configurada por un consenso civilizado a partir de nuestro aparato perceptivo para, dando por supuesto esto o aquello otro, poder ir a comprar medio kilo de vacío sin resbalarnos en una persecución paranoide y metafísica. Como en aquellas figuras de Minkowsky que nos mostraban que los seres de dos dimensiones como una bacteria no son concientes de una tercera dimensión,  a nosotros, tridimensionales, nos resulta complicado observar un hipervolumen en la carnicería. Que nos cueste concebir un nivel de complejidad mayor al propio no quiere decir que no exista. Los materialistas naïf del ver para creer  deben saber que en el conocimiento más profundo y actual que tenemos sobre la materia, la física (cuántica) tuvo que incluir la modulación subjetiva del Sujeto-investigador sobre el objeto de estudio en un bucle como este: Mente humana -> Fenómeno biológico -> Fenómeno atómico -> Mente humana. (No es el sitio para demostrarlo, pero pueden revisarlo en el libro Mente y materia de Schrödinger, en la relación de indeterminación de Heisenberg  y en la teoría de los sistemas de von Bertalanffy). Estaré de su lado si siente que el funcionamiento de los átomos no explicaría el enfermar, cuando ni siquiera podemos homologar lo atómico a lo vivo. Pero hay aquí un nuevo bucle recursivo: la vida se creó – y se crea- cuando una parte del todo se aísla, se re-une, se sujeta. A partir de una delgada membrana grasosa, se genero el soy, el mío el eso y aquello. Porque dentro de ese hermetismo existencial se des-cubre una estructura metasimbiótica: la mitocondria (Gr. mythos: hilo, relato; condrio: gránulos). Un aparatejo que nos conecta en lo más preciado que aún conserva la vida y el latir humano: la intención de tender redes más allá de sus muros, de suspirarle a otro su sentir.
Hay dos estudios recientes que podrían apuntalar todo lo dicho. El primero, desde lo material, es el descubrimiento de las Neuronas espejo que, en resumen, son los encargados somáticos del empatizar, de ponernos en los zapatos del otro por un rato. El segundo, desde lo biográfico,  es un estudio donde tomaron tres grupos de personas, al primer grupo les dieron a leer textos de ficción, al segundo grupo textos de no ficción y al tercero no les dieron nada. Luego evaluaron a todos con tres test que, palabras más palabras menos, evalúan la capacidad empática de una persona como el Test de los ojos de Baron-Cohen, la prueba de reconocimiento de expresiones faciales y el test de Yoni (deducción de pensamientos y sentimientos de un personaje a partir de unas imágenes y datos). Resultado: sin Gatorade, los que leyeron ficción ganaron por goleada.
 Para concluir quiero dejar algo en claro. No estoy diciendo que las ficciones son la mejor alternativa a los fármacos y los yuyos. Solo digo que echar un vistazo a lo que sucede con los padecientes en cuerpo y alma en la literatura, a cómo opera el proceso de creación y el de mascado de una obra literaria, podría ayudarnos (a quienes nos encargamos de los enfermos) a entender la enfermedad de una manera más compleja, más completa. Y a quienes no se encargan de más enfermos que de sí mismos, encontrarán en la literatura no solo un placer supremo, sino un escudo protector, un fortalecimiento de aquel In- firmitas, una herramienta de resguardo como aquella que mi madre me dejó tomar y les cuento más abajo.

A partir de aquí, mi confesión. Puede obviarla y no perderá ninguna idea de las arriba expuestas pero, sí insiste y no puede ya ocultar su condición de chismoso y vedetonga…


Hasta mis dieciocho años viví solo con mi madre. Criarse con una vieja de lengua no es experiencia inerme. Como un determinismo paragráfico, aprendí a hablar y a leer mucho más precozmente que la media (en detrimento de limpiarme el culo solo y controlar mi vejiga por las noches). Nunca hubo lugar para los ajjjó, tutú, babau o meme. Madre es una fundamentalista de las letras hasta límites belicoides. En casa, hasta los refranes se sofisticaban: Yo no volvería con el caballo cansado, sino con el equino exhausto; el Tío no se encontraba entre la espada y la pared, sino entre Escila y Caribdis; este o aquel no tenían cabecita de novio sino de Florentino Ariza. Más de una vez me quedé sin helado porque un empleado se negaba a corregir inmediatamente su menta granisada. Por las noches colocaba un bate de baseball bajo mi cama por las terribles pesadillas, no con el Coco o el Hombre de la Bolsa, sino por los fantasmas del dequeísmo o el destripador pronominalizador de verbos. Pero, a decir verdad, si esto revistió algún tipo de padecer, duró muy poco. Hay un gesto que nunca olvido: la mesa de la cocina, donde transcurría la mayoría de nuestra estadía en casa, estaba siempre equipada por una tribuna de libros llenas de marcadores y subrayados que invitaban a curiosearlos. Hace poco, en una visita a Comodoro, estábamos ordenando una de mis bibliotecas y encontré un libro de poesía pedorra,  “Te prometo un jardín de rosas”. Fue el primer libro que compré, solito, cuando tenía nueve años, en El Ateneo de recoleta, durante unas vacaciones de invierno que pasamos en Capital. Esta vez le pregunté a mi madre porqué me había permitido invertir mi poquísima plata en esa bazofia, porqué no había actuado –como tantas veces, como siempre- seduciéndome hasta que tenga en mis manos no sé, un Octavio Paz, un Mallarmé, un Juarroz aunque sea. Contestó –y me conmovió hasta la médula- que se acordaba muy bien de ese día y que, si bien reconocía el encauce voluntario que daba al río en que yo navegaba su biblioteca, esto respondía a otro suceso, un acontecimiento bisagra, dijo: Vos estabas sufriendo por el desamor de una compañerita y elegiste tomar un libro por salvavidas, creíste que ahí encontrarías una respuesta, una compañía, lo que sea, un ensalmo a tu dolor.
Entre muchas otras historias –que no vienen al asunto- de mi prontuario literófilo, hay una última que quiero contarles. Algunos años después de “Te prometo un jardín de rosas”, buscaba algo para leer en la biblioteca del living y tomé el libro más atractivo. Era el único que no tenía letras en el lomo, estaba forrado con un papel microcuadriculado, blanco y anaranjado. Era Rayuela, el libro. Era papel de tira electrocardiográfica, el forro con el que mi Padre había abrigado el libro antes de partir. De este tipo de determinismos crípticos se vale mi inconciente y las cuentas de los psicoanalistas.

Esta es mi confesión de parte: madre es literata, padre es médico. Mi Edipo puede haberme llevado a estudiar medicina para derrotar a mi padre (mamá dice que lo logré) y mis incursiones literarias pueden ser para conquistar a mi madre (padre dice que, de todos modos, ya lo había logrado). Ya tengo un analista, iuarleit.



Hay peores enfermedades que las enfermedades,

Hay dolores que no duelen, ni en el alma,
Pero que son más dolorosos que los otros.
Hay soñadas angustias más reales
Que las que la vida nos trae, hay sensaciones
Sentidas sólo con imaginarlas
Que son más nuestras que la propia vida.
Hay tanta cosa que sin existir,
Existe, existe, demoradamente
Y demoradamente es nuestra y nosotros…
Por sobre el verde turbio del amplio río
Los circunflejos blancos de las gaviotas…
Por sobre el alma el bosquejar inútil
De lo que no fue, ni puede ser, y es todo.

Dame más vino, porque la vida es nada.

19-11-1935
Fernando Pessoa

jueves, 3 de octubre de 2013

Azul


Camino por Scalabrini a paso gris, entre rendido y ofuscado. Toqué el timbre del 15 dos paradas antes por el cartel "0Sanguche de mila completo con fritas y gaseosa $20". Convivo hace días con una acidez decidida y ponzoñosa. No es la mejor opción, lo sé, ni siquiera tengo hambre. Pero Florencia no está en casa y si después me pica la panza, mejor que haya algo, sino me pongo malo y empiezo con el nesquik a cucharadas y a la Floripondia no le cabe. Acabo de cortar una llamada con Madre. Hace algún tiempo que la comunicación está herida, frágil, hipersensible. Creo que estamos divorciándonos de la incondicionalidad. Del resto no, el resto está bien, pero la incondicionalidad caducó. Al parecer estamos ya muy grandes -ella envejeció muy lento y yo lo hago con una fulgurosidad rampante- y no queda sitio para el vale todo. Nos convertimos en unos pequeños y tristes burgueses del combate afectivo, unos quisquillosos gorditos dueños de la pelota que cortan menos diez al primer mal pase o la primera gastada.

Paro la marcha para encender un tabaco, compré un zippoide de veinte pesos que se apichona a la primer rafaguita. Levanto la cabeza y veo a una piba en la esquina, arriba de una bici -más que arriba estaba cubriéndola, como quién estando sobre la vereda pretende comenzar el viaje sobre el asfalto pero algo, una duda o una certeza, la detuvo-. Está a unos treinta metros, tengo los lentes puestos y no veo una mierda, pero lo mismo, me recuerda a Azul. 

Sonrío al piso, hace veinte años que no la veo. En aquellos días tampoco la vi demasiado, nuestras madres fueron (lo que se dice) amigas de toda la vida, pero de esas que se cruzan cada algunos años y se reencuentran cuando las papas les queman con un aroma similar. Nosotros hacíamos que jugábamos en el parque, con un malestar perpetuo. Parecíamos esos autistas genios, pero sin genialidad aparente. Vivíamos ensimismados e hiperatentos, soportando los rayos de una tormenta fatídica que nunca se dignaba a rajarnos la tierra. De Azul solo recuerdo su manera de mirar. Tendríamos ¿cuánto?, cuatro o cinco años, y miraba de manera apaciguada pero lancinante, con unos ojos negros enormes, totalmente desproporcionados a su cuerpo infantil. No era una mirada violenta, ni astuta, ni instigadora. Era penetrante, más que penetrante era  terebrante, un golpe de ariete en slowmotion.  A mí me asustaba. No era un peligro inminente, era más bien como estar frente a una turca, con un milenio de batallas en sus sandalias, en su lugar, su idioma y su cultura. Son esos miedos ominosos de la desolación los que pasan delicada e inmediatamente de la incomodidad al horror.

Comienzo a caminar y esa mancha comienza a tomar márgenes lógicos y  se parece cada vez más a ella. La piba me mira, me taladra con la mirada. No quiero darme vuelta a ver si está mirando a alguien atrás mío, me sentiría un pelotudo si hay alguien, prefiero soportar está tensión incómoda en los miembros. Es una bici jipi,  ella y su ropa parecen bastante jipis desde estos quience metros. Alguna vez alguien me dijo que la vió con rastas. Esta tiene el pelo corto, pero desordenado y sí, mucho color, mucho ancho, mucha biyú, eso es jipi.

A cinco metros la veo sonreirme, es Azul.

Por fortuna o designio epigenético, no dijo ninguna de esas estupideces sobre el clima, el tránsito o la edad. Rappeamos algunas ideas volátiles sobre el tiempo, las milanesas, la manutención avergonzada. Tampoco cedimos a la tentación de empalagarnos sobre las casualidades en las esquinas, los destinos sincronizados y todas esas patrañas de leche condensada que crispan a cualquier diabético de la glucemia del new age.
No fueron más de diez semáforos y nos abrazó la anacronía de un silencio que, desde aquellas tardes en el parque cuando soñábamos que el epidídimo del tiempo nos de una prórroga, nunca nos soltó la mano. Miramos por Scalabrini hacia Corrientes, una sudestada hermosa galopaba con todos sus fuegos artificiales y una manía decidida. Cualquier palabra hubiese manchado ese momento, nos fuimos, cada uno por su calle, enderezando las vértebras para la batalla. Había llegado la tormenta prometida. 


lunes, 23 de septiembre de 2013

La Zanahoria Divina

Hernán Barreda y Juan F. Moretti

H- ...entonces me pide que estabilice al paciente antes de abrirl. El tipo que se la da de gran ciruja en su clínica privada me manda a mí a revitalizar un guiso de sangre, jugo gástrico y esquirlas fecales, y a todo esto yo llevaba diecinueve horas de guardia y tenía tal escrotitis, tal hipertrofia testicular, que le planché todo el carpio en el cigomático y pum, de sacro al sopi, ahí entra el enfermero y le digo que tuvo un shock hipoglucémico, Olvidate, nunca otra guardia juntos.
J- Fascinante. Che, ¿viste la película Limitless?
H- La del tipo que toma una pastillita mágica que lo hace super inteligente, ¿no?
J- Si, la toma y le exagera la memoria y concentración. Después de ver la peli leí que la pastilla está basada en una sustancia que existe y se usa, el modafinilo
H- Conozco, conozco. Hace un tiempo que es droga de cabecera de estudiantes, corredores de bolsa y demás adictos a la performance.
J- Ajá, ajá. Estoy tomando modafinilo hace dos meses.
H- Yo hace tres.
J- Con razón somos los únicos que no se fueron a dormir, el asado terminó hace seis horas.
H- ¿Pero vos leíste el prospecto? Mirá que hay interacciones medicamentosas que...
J- Entiendo que para vos ese lenguaje es normal, pero yo abro un prospecto y veo BLA BLA BLA
H- Así es como después te encontramos desmayado por aspirar té antigripal. Traé un cuaderno, crash dummy de la salud, me quedan dos horas de batería mental química para que escribamos un prospecto del modafinilo para bobos
J- Preferimos el término "rústicos"


ACCION TERAPEUTICA

Cachetazo al casco de acción prolongada.
Eleva la cantidad de atención, mejora el cumplimiento de la agenda.

CARACTERISTICAS FARMACOLOGICAS

Efecto farmacológico:
No hay estudios que determinen precisamente cómo funciona el modafinilo, pero se supone que se sirve del sistema endógeno del despertar y la vigilia. Lo más probable es que aumente las concentraciones de los neurotransmisores fisiológicos que estimulan el sistema nervioso central, como la noradrenalina y la dopamina (de un modo similar a como funcionan las anfetaminas y la cocaína), pero no está demostrado.

Metabolismo y distribución:
El fármaco se absorbe de manera lenta, el efecto empieza a percibirse a la media hora de la ingesta (tiempo que se prolonga si se consume con un buen plato de raviole’) y su acción eficaz se mantiene por 10 horas netas. Durante este período, su curva de concentración es estable, con lo que no se perciben variaciones del efecto. Esta es la gran diferencia con las anfetaminas y cocaína, crueles tiranos de la manija y embajadores del bajón posterior.

INDICACIONES

Narcolepsia, trastornos de sueño ocasionados por turnos rotativos de trabajo, somnolencia asociada al síndrome de apnea obstructiva del sueño (gordo que ronca). Gente que prefiere dormir poco.

MODO DE ADMINISTRACIÓN Y POSOLOGÍA

Administración vía oral. Otros modos de administración (intravenosa, aspiración, fumada) son ineficaces ya que es una droga liposoluble que no se disuelve en la sangre. Además, deja la nariz picosa.
200mg/día. El comprimido de 200mg puede tomarse entero o fraccionado. Encontramos que la diferencia entre tomar media pastilla o una entera se refleja en la duración del efecto más que en la intensidad.
Se recomienda una sola toma al principio del día, ya que un refuerzo posterior entorpece la inducción del sueño nocturno.
Una dosis superior a 200mg no potencia el efecto.

EFECTOS ADVERSOS

Aumenta la sed, pero siendo que también aumenta el volumen de orina, parece no deshidratar al cuerpo verdaderamente. Hacer gimnasia bajo efecto del fármaco no parece afectar la sudoración.
Aumenta agresivamente la acidez.
En el uso sostenido se observan los efectos de la falta de sueño, la memoria tórpida y el cuerpo empastado que no responden al estado de lucidez vigilante.
Algunos usuarios reportaron un aumento en la ansiedad y una incomodidad con el estado de alerta, con sólo media dosis al principio del día. El grupo de “Los Flojitos” se abstuvo de continuar con el consumo.

ADVERTENCIAS

Tolerancia, potencial abuso y dependencia
La droga no genera tolerancia, con lo que el efecto de una dosis diaria no disminuye por la toma sistemática. Como apuntamos arriba, la acción no se potencia aumentando la dosis ni acortando el intervalo entre tomas, lo que reduce el riesgo de abuso. Sin embargo, es fácil hacer de ese nuevo estado de lucidez el estado natural, generando una dependencia light, cabalística y no violenta.

Pacientes en tratamiento con anticonceptivos orales
El uso de modafinilo, así como el de todas las drogas liposolubles que se metabolizan en hígado (cualquier droga cuyo efecto dure mucho tiempo) interfiere con el efecto de los anticonceptivos, pudiendo llegar a anularlos. Al mío si es nena le pongo Moda.

Interacciones medicamentosas y otras sustanciosas (algunas observaciones anotadas en servilletas y márgenes)
Moda+Café= Taquicardia, pulso caprichoso.
Moda+Chai= Aumenta la tolerancia a la identificación jipi, a costa de un detrimento de la tolerancia a los veganos.
Moda+Comida abundante= Modorra, pero menos y solo física. La lucidez toleró un Staker triple con <<sí>> a todos los agranda tu combo.
Moda+Marihuana= Un efecto anula al otro, no puede preverse cuál.
Moda+Alcohol (poco)= Elocuencia desmedida.
Moda+Alcohol (moderado)= Calor facial, incomodidad estomacal.
Moda+Alcohol (excesivo)= Imbecilidad lúcida rampante. Evitar en el futuro.
Moda+Rivotril= (jeroglíficos incomprensibles)

H- Lo tenemos
J- Es hermoso
H- A dormir


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H- ¿Esto hicimos ayer?
J- Es malísimo
H- Dijiste que era hermoso :( Pero si, le falta algo, así no cuela ni por periodismo ni por cultural
J- Nos falta una reflexión general sobre el mundo y las cosas. Pasame un mate, vamos a hablar del tiempo
H- No, pero no es el tiempo, el tema es la velocidad
J- Si, perfecto, la velocidad contra el tiempo
H- Perfecto. Nos vamos a llenar de oro


“El tiempo es diabólico pero la velocidad es divina”
-Un mural de Silicon Valley

¿Por qué el modafinilo se convirtió en droga de cabecera para los estudiantes universitarios, jóvenes profesionales y corredores de Wall Street?

Allá por el ’64 un tal señor Weiner, creador de la teoría de la Cybernética, aseguraba que es conceptualmente imposible distinguir entre un cierto tipo de máquinas modernas y ciertos individuos. Estos sujetos perciben que el sistema que los contiene les exige un nivel de atención que supera la disponible fisiológicamente. Del '64 a esta parte, la cuerda que une las posibilidades reales con las exigencias ideales se fue estirando cada vez más, y en esa incómoda tensión entre capacidad y expectativa, cada función corporal natural parece una debilidad que atenta contra la productividad. La fantasía de supeditar las necesidades físicas al trabajo es por lo menos tan vieja como el sueño americano, en que el progreso personal es relativo al esfuerzo mensurable. Y alrededor de esa fantasía hay una industria. Donde los yuppies de los ochenta supieron incorporar el canuto de cromo y el espejito a los bolsillos del ambo elegante sport, la nueva generación de sobreexigidos encontró en el modafinilo una droga que los acerca a esa fantasía específica a un precio físico y emocional imperceptible. Una pastilla como tantas otras del montón, más discreta, más controlable y sin el riesgo del aislamiento acumulativo y el domingo suicida.
Entonces, si es tan eficaz y accesible, ¿por qué no vemos alegres supermanes cursando dos carreras, progresando en su trabajo y sus relaciones y llegando siempre a tiempo al partidito de los jueves? Porque la idea de que todos los logros pueden alcanzarse si se maximiza el potencial personal también es una fantasía, y una fantasía es como una zanahoria atada a un palo que pende frente a los ojos de una mula para hacerla avanzar. No importa lo rápido que galope la mula, la zanahoria pende siempre a la misma distancia. Si querías hacer el doble de trabajo, el modafinilo te va a permitir hacer el doble y te va a hacer desear el triple. Si te angustiaba tener siete pestañas activas en el navegador y sólo leer dos, el modafinilo te va a hacer leer siete y abrir quince.
A todos nos reconforta el espíritu leer esos artículos de divulgación que salen en el diario cuando no hay noticias: “El número de sinapsis en el cerebro humano es mayor al número de estrellas en nuestra galaxia, pero sólo usamos un 3% de esa capacidad”. Aunque la nota en cuestión no contenga la receta para explotar esa potencialidad, la fantasía nos colma de suspiros onanistas. ¿Por qué? Porque intuimos o sabemos que, en un sentido termodinámico, sólo estamos vivos en la medida en la que combatimos la tendencia natural a la disgregación entrópica. A ese determinismo caótico de la entropía lo enfrentamos con negentropía, es decir, organizando la información, poniendo orden en cualquier caos que serpentee bajo el rabillo del ojo.

La película Limitless se atreve a desarrollar esa fantasía de la perfección mental, introduciendo una pastilla ficticia que permite a quién la tome acceder al pleno potencial de su cerebro. El usuario puede trabajar por horas en plena concentración creativa, y su memoria accede instantáneamente a todo el conocimiento que incorporó en su vida. Con un éxito de taquilla motivado por un tema que seduce e intriga a todos, la película se estrenó en el 2011, un año después de la publicación de los primeros papers sobre uso clínico del modafinilo.
La pastilla real no tiene esa magnitud. Y quizás sea para mejor, viendo cómo en la película el protagonista usa sus poderes de super-americano para abandonar su carrera de novelista y hacerse rico en la bolsa. En la realidad, el leve aumento de concentración y velocidad que induce el modafinilo no alcanza para disuadir a un aspirante a novelista (o a periodista cultural, por dar otro ejemplo) a elegir una carrera menos romántica: al contrario, acentúa su productividad, con lo que es muy fácil que adopte la media pastilla diaria y la sume a sus hábitos (reemplazando, quizás, a otras costumbres menos santas).
Incorporar a los hábitos cotidianos la toma de una pastilla aparentemente innecesaria puede parecer un inicio de adicción, y en este punto consideramos importante justificarnos pronunciarnos. Es sencillo comprobar que el modafinilo no produce dependencia usando las pruebas del DSM-4, pero ese antidoping lo pasa cualquiera. Alcanza con señalar la ausencia de síntomas de abstinencia. Hablando de la llamada adicción psicológica, los niveles de dependencia de sustancias que propone Bateson dejan al uso de modafinilo en, al menos, una duda razonable. Estos niveles son tres: el primero es la dependencia sistémica a sustancias necesarias para la vida orgánica, como el aire y el agua. De acuerdo, el modafinilo no es una de estas. El segundo es el de sustancias que sirven a necesidades específicas (como pastillas para la presión) o a la adaptación a un contexto (como el café a la mañana). Entre este nivel y el tercero, que engloba las sustancias que se consumen para adaptarse a la realidad y no satisfacen la necesidad que le dio origen al consumo (alcohol, tabaco), hay una línea bastante difusa. Lo adaptativo o desadaptativo no es responsabilidad directa de la droga, sino del vínculo generado entre el Sujeto –en un contexto y de un modo determinado- y la droga que utiliza. La salud ideal es otra fantasía, y una muy fomentada por el DSM-4. El hecho es que un cierto grado de enfermedad es parte indisoluble de la vida, y cada vida representa un equilibrio individual. El organismo funciona dentro de un contexto, y por eso, desde los orígenes de la cultura, el consumo de cualquier sustancia que se escape al primer nivel de Bateson es una apuesta en que el individuo pone en juego algo de su homeostasis fisiológica en pos de una mejor aleostasis, es decir, una mejor vinculación del sujeto al contexto cultural en el que se desarrolla.

La incorporación del modafinilo a la vida de un sujeto es comparable con la incorporación de una computadora con Internet en el trabajo de un investigador. Una vez conectado a la red, la velocidad de acceso a la información aumenta descomunalmente, y proporcionalmente crece la necesidad de consumo de información irrelevante y de uso de las infinitas posibilidades de dispersión. Una vez habituado al modafinilo, el sujeto expande su capacidad de concentración, y la distribuye entre sus hábitos anteriores y nuevos focos de atención.
En ambos casos la producción aumenta, pero el trote no alcanza ni acerca la zanahoria, la fantasía del potencial perfecto.
Para un investigador, Internet pasó de ser una posibilidad a ser una necesidad: un estudio reciente sugiere que un médico en ejercicio debería leer un promedio de diecisiete papers por día para estar actualizado y no quedar profesionalmente obsoleto.
El modafinilo no está tan incorporado… todavía.

J- Claro, teníamos que cerrar con drama alarmista, ¿no?
H- Vos te confundís la seriedad con el pesimismo, pero yo creo que se entiende el mensaje feliz de fondo.
J- ¿Qué mensaje feliz? Somos mulas pichicateadas montadas por el mercado en una espiral descendiente de insatisfacción perpetua
H- Vale, eso sin duda. Pero en algunas cosas, todavía podemos elegir nuestras propias zanahorias.
J- Re gay.
H- :(

domingo, 18 de agosto de 2013

8 Km/Gr [Ocho kilómetros por gramo]

        Para él es solo otra puerta. Las hay de cálida y orgánica madera, de prolijas y resistentes aleaciones, e incluso de vidrios tan traslúcidos como exhibicionistas. Esta es una puerta de madera y aire, cuatro tabiques apenas gruesos, cuatro láminas medianas y mucho más largas que anchas, dos láminas conteniendo tres de los más densos litros de aire y setenta gramos de metal que les permiten aferrarse al último frágil e iluso resguardo del día.
Tomy aún no sabe que las puertas de las habitaciones no suelen cerrarse con llave por consensos del hábito común. Tomy aún ignora que su vida no es, digamos, de hábito común. 
Apenas se despierta por el frío de las sábanas vírgenes y despobladas sobre sus veinte kilogramos de existencia, el susurro materno, primitivo y dulcemente gutural, lo ensalma. En pocos segundos mamá estará a su izquierda abrazándolo hasta el amanecer. Tomy no sabe, ni sabrá nunca, de los sofisticados movimientos que su madre debe ejecutar para dormirlo, mientras abriga su cuerpo de la noche austral colándose por el burlete, mientras aísla sus oídos del infierno que se mueve a una vuelta de llave.
Existe una única razón para efectuar la primera –y solo la primera- vuelta de llave en esa puerta: a diferencia de lo que sucede con dos o ninguna vuelta, con la primera –lo que se dice media vuelta de llave- queda asegurada e inmóvil dentro de la guarida del cerrojo. Existe un viejo truco para abrir una puerta cerrada con la llave puesta pero suelta, consiste en colar una hoja de diario por debajo de la puerta, conservando uno de sus extremos desde afuera, empujar la llave con cualquier instrumento de punta delgada –puede ser otra llave- hasta escucharla caer sobre el diario y el piso, recoger el diario que trae consigo la llave y viola: free pass for Devil.
Con media vuelta de llave esta puerta solo puede ser violada por dos mecanismos: colocando pegamento instantáneo en aquel instrumento puntiagudo e introducirlo en el cerrojo hasta contactar el extremo distal de la llave puesta, esperar mientras actúa el producto –algunos prudentes minutos más de los recomendados en el envase, pues es una operación de eficacia cero o cien- y ¡zas!, solo medio giro a la derecha. El segundo mecanismo es abatirla, infalible osadía que, empero, deja rastros por la mañana del alma.
Tomy no sabe y su madre nunca imaginó que media vuelta de llave los separaría del infierno. Su madre, todavía frágil y colorida muchacha, no logró verle la cola al Diablo, camuflada entre tanto ambo y corbata, tanta gomina a disposición del más filántropo de los ejercicios.
El resto fueron años de acomodación. Así como el enfermo a su insuficiencia de órgano, así como la langosta en su piscina fatídica, ella fue elastizando límites, borroneando últimos actos de lo que sobraba como drama, y temía como tragedia. ¿Temía?

El nacimiento de Tomy, supo, era la primera línea del último acto. Supo que ese drama había conquistado el hedor humano hasta tal punto que solo podría concluir efectuada la tragedia, con aplausos desde el palco y los sombreros al aire. Todos de pie.
Pero aquel que había sido uno y el más probable de los desenlaces, su geder último, su estirar la pata, ya no podría. Con Tomy en el mundo, clavando pasos en cada otoño, la risa al viento y los mocos congelados, extinguirse ella sería comenzar a extinguirlo a él, pequeño monte a orillas del hombre. Extinguido Tomy, ella tardaría en hacerlo tanto cuanto demorara en descubrir una terraza libre, un fierro cargado. Mas no fuera por ahorro de carne, concebía pues, un único desenlace.
Si al menos hubiese existido Google, una soguita desde yahoo respuestas, pero no, en ese tiempo no había Internet, ni cybers, ni computadora en casas de familia, y a su pueblo no había llegado el anonimato. 
Cuando tu piel huele a azufre, ya no hay amigos, ni familia, ni colegas, ni pretendientes clandestinos, jueces, abogados, policías o matones –digo, matones que no sean policías-. Nadie que te oiga. Ese es el perfume del silencio, el exilio verdadero. Su familia amenazada, sus amigos valientes lastimados, y ella descubriendo que debe presentar la evidencia todavía violenta, con la sangre fresca, para al menos pensar en eso de la denuncia. Luego no hubo color alguno en la carne que abriera una mísera puerta Federal. Pero una mujer joven y hermosa siempre cuenta con el haz bajo la manga, que antes cubrió una enagua y otrora la piel de un animal
Le costó algunos días de minuciosa y afónica investigación conseguir el contacto con la jineta. La atendería al otro día, debía anunciarse solo con Margarita a las diez de la mañana, luego de dejar a Tomy en el jardín. Era la última oportunidad para Tomy, costara lo que costara. 
Por la noche, gracias a una función de cine inventada, consiguieron llegar tarde a casa, esquivar el living donde la televisión echaba una luz azulada que reflejaba la espumosa cola del Diablo sumergida en un plato sopero. Arribaron al cuarto, media vuelta de llave, acotó a Tomy y luego de fusionarse en un susurro abrazado, consiguió dormirlo. Preparó la vestimenta que daría brillo al salvavidas de las diez de la mañana.
Cuando despertó la casa no mostraba rastros de la cola, de traje, de gomina, de plato ni nada. Sonrió viendo a Tomy en su cochecito rojo al suspiro del rally de la casa sin puertas. Soñó –sin querer hacerlo- con una casa sin puertas.
Abrigó a Tomy, colocó rimmel y labial en su cartera, y salieron. Se sintió estúpida por creer que Tomy sospechara del destino ominoso del maquillaje del día. Dejó a Tomy en el jardín a las nueve menos cinco y condujo hasta una esquina a cuatro cuadras de la comisaría. Durante cuarenta y cinco minutos permaneció actuando una importante revisión de papeles y agenda, arrancando el motor cada diez minutos para conservar una temperatura tolerable en el interior de la renoleta, y recién a nueve y cincuenta sacó de su cartera el maquillaje, atrajo hacia sí el espejo retrovisor, secó dos lágrimas y salió. 
Margarita tomó sus datos y le ofreció una banqueta. Eran las diez y media y su corazón comenzaba a flaquear. Cuando –siendo las once y media pasadas- se atrevió a preguntarle a Margarita por el retraso, ella, sin mirarla, dijo <<Acá tenés que esperar, una hora, diez horas, cualquier cosa>>, <<Cualquier cosa>>  repitió la joven y salió. 
La impotencia que sucede al derrumbe del plan único cedió todo su fragor al mecanismo del acelerador. Cuando entró al jardín, Tomy no estaba en la fila. Una portera la tomó del brazo mientras le decía –con la boca apuntando al piso- que la Directora la esperaba en su oficina. Caminó furiosa por un largo corredor. Abrió la puerta sin golpear y se encontró con el peor cuadro de Polanski: Marta cagada a trompadas. No hizo falta palabras.
Subió a la renoleta, la puso a la triste velocidad máxima que su caquéctica cilindrada permitía, corrió por las escaleras, abrió la puerta y se lanzó al living. En el sillón grande el Diablo con su hijo. En el individual el jineta. En la mesita el plato –el siempre plato- a media asta y dos fierros. 

       -Vamos Tomy.
       -Vení, sentate preciosa, quiero presentarte a un amigo.
       -Vamos Tomy.
     -¿Cómo “vamos Tomy”? El Comisario tuve que suspender actividades importantes de su labor para venir a visitarnos, a cubrirnos bajo la firme ala de su seguridad ¿y vos ni mú?
       -Vamos Tomy.
      -¿Vé lo que le digo, Comisario? ¿Quién entiende a las mujeres de hoy en día? Andá Tomy, mamá quiere llevarte a ningún lugar.


Luego el invierno, la primavera y el verano. Un nuevo otoño sin media vuelta. El coraje ahorcado y la soga de la astucia vencida de tanto estirarse.
Una mañana en la que Tomy perpetuaba un rally que ya no evocaba sonrisas, el río de calma se interrumpió por un estridor agudo que retumbó por los rincones de la casa. Corrió hasta el living y vio a Tomy ahogándose con un tapón de Bic, azulándose mientras suplicaba una apenas excusa entrecortada <<mirá Mami, como Papi>>.

Esa mañana ni siquiera apareció el Diablo, su cola nunca más rozó el margen de sus vidas. Pasaron treinta años y Tomy aún conserva veinte gramos en la casa Usher. 

sábado, 3 de agosto de 2013

Amnistía


Así,
Nos dábamos tregua
Un retiro agradecido
Una amnistía como vuelto.

Un modo – ese estúpido modo
de agradecer la gloria que rechazamos-
De decirnos que valió la pena
Que fueron mates felices
Que logramos sobrevivir madrugadas
[esas de apagar la vela con el último aliento
Y que volveríamos a elegirnos,
Pero no.

Así,
Como un barco
No puede abordar a otro 
Sin herirlo.

Le gritaron maricón


Le gritaron maricón
A ese que vivía
Tras el sueño inmaculado
De ser otro.

A veces un mantra
Funciona como significante
Que hilvana a cientos de las narices
Y los arenga.
A veces son millones.

Todos corremos 
Tras nuestro próximo yo
[inalcanzable
Solo algunos logran conocerlo,
Apretar su carne.
En ellos vive la muerte
Y una vida que la opaca. 

jueves, 25 de julio de 2013

Historias


Después de siglos evaporados
                                          [Al grito de la pólvora albina
Y de segundos perpetuados
Al susurro de una marea de vino
Creo que te perdono un poco
Y hasta a veces te anhelo

Pero quedaron aquí dos historias,
Una la cuenta un sordo
Otra la escribe un ciego.

lunes, 22 de julio de 2013

Un padre 3 a.m.


Habían pasado quince años
Desde la mañana seca
En que el viento soleado
Vio la partida definitiva
Del hombre que todo lo cura.

Si el universo se crea cada cinco minutos
¿Cuánto puede quedar en quince años?

Cuando a la madrugada
Escuché ese quejido,
El aliento satisfecho
Que solo significa muerte,
Supe que mi padre
Con quien compartía un techo
Por primera vez en quince años
Bajaba los brazos de una extensa guardia.
Con espuma escarlata en su boca índiga
Y los ojos erectos, profundísimos
Me entregaba el volante en la neblina.

Sostuve su nuca, sequé su frente
Y borré su fecha de vencimiento.

viernes, 19 de julio de 2013

Videncia entre líneas


        


        Tal vez por ocultar el lecho perverso o al menos para ahorrarle difamación al siempre subcampeón de Bioy Casares, lo cierto es que Borges solía decir que –a diferencia del amor- la amistad puede prescindir de la confidencia. 
Mi voyeurismo sobre saber lo anímico del otro me exigía cierta cuota de exhibicionismo anímico propio, a modo de seña, de peaje o de aliciente. Lo cierto es que la mayoría de esas amistades confidentes me costaron caras. 
Cuando estaba en octavo grado, tenía un amigo y compañero de banco inseparable. Para ahorrar detalles de las aventuras –ninguna extraordinaria- creo que lo nuestro era bullying puro, aunque en aquel momento no tenía nombre y era secretamente elogiado por todos. Entre tantos maltratos, habíamos inventado un lenguaje de señas donde nos pasábamos todo tipo de información vinculada a herir emocionalmente a un compañero; había señas de crítica estética, de confesión erótica, de estrategia para precisar el dónde, cuándo y cómo de una broma pesada. Hasta que un día, mientras manos al viento le narraba no se qué guarangada de insultos sobre una compañera, noté dos hechos graves: él no se reía y la gorda me miraba juntando data, con los cachetes inflados de furia y las manos sudando lucha. Las consecuencias fueron la justificada crisis de la buena muchacha en el aula, algunas explicaciones en la dirección y la primera deslealtad que no entendía en un amigo. Digo que no entendía, porque deslealtades menores abundan desde el principio de los días, te cagan la gran figurita, se comen la pelota y no te dan un pase evidentemente justificado, etc. ¿Qué podía interesarle de la gorda para pactar así con el diablo, para poner en riesgo el salvavidas de un liderazgo a medias? A los pocos meses estaba noviando con la -nada gorda- mejor amiga de la buena muchacha. Capish. 
Lo que sucedió diez años después creo que fue algo similar, un ponderar el logro libidinal por sobre una lealtad de dudosa conveniencia. El bullying había mudado en elogio y preservación de los pueblos originarios y toda esa sarasa jipi. Pero lo mismo, era un amigo con confidencias. Cuestión que yo había dejado a mi novia de aquel momento y él venía a ver cómo andaba con eso. Lo particular en su compañía analgésica era su obsesivo interés en si aún la amaba, si pensaba volver con ella, si sobreviviría a su ausencia en mis días. Solo dos personas pueden enfocar un duelo desde ese ricón: un pelele que leyó demasiado a Bucay y un pelele que, habiendo leído demasiado a Bucay, venía soñando con, sino casa y familia, al menos el culo de tu mujer. Capish.
Con Manuel la cosa fue diferente. Sabía de su existencia porque lo cruzaba en la facultad y en el barrio. Hola y chau. Y una vez lo vi por la tele en una tribuna lamentando un gol a su equipo –no sé qué equipo-. Pero una tarde mientras yo entraba a la facultad a votar en las elecciones del centro de estudiantes y él alentaba a los votantes a optar por su partido, secularizamos ambas tareas en una extensa y anacrónica charla sobre Kafka. Ese fue el principio de algo así como una amistad, que nunca mudó sus reglas. Cada vez que nos veíamos, en la calle, en un bar, en un recital, en una guardia, dejábamos todo lo que estábamos haciendo para hablar pura y exclusivamente de libros. 
En muchos años de esta reverberación de amistad interlineada, no conozco ningún dato de la vida –digamos- íntima de Manuel, ninguno. Creo que la hermosa paradoja es que creo que nos contamos mucho de nosotros, en pluma de otros. No podría firmarlo y sellarlo, pero creo haberme enterado algunas cosas de su padre cuando criticaba a Sábato; de su inerme y flaqueado corazón mientras citábamos a Pessoa; de su nostalgia por su pueblo natal –nunca recuerdo cuál es, ¿capish?- mientras discutíamos cuál es el mejor libro de Saer; de su tesón militante mientras elogiaba el difícilmente elogiable Libro de Manuel; de su inconfesable humor negro cuando re visabamos esos dibujos y definiciones enciclopédicas que dejó Vonnegut en algunos de sus libros. Es probable que yo le haya regalado similares confesiones metonímicas.
Hace unos días, eran las 3 a.m. de un miércoles, habíamos vaciado algunos tubos de vino y mientras Manuel me escuchaba –paciente y afectuoso- hablando sobre el simbolismo en la enfermedad, recordamos otra cosa que dijo Borges, creo en la entrevista de Soler “Nunca me confieso directamente, sino a través de símbolos”. Se nos ocurrió compartir esta pasión confesa por los libros y la salud, e insinuar este fervor secreto por dejar que las historias cuenten un poco de cada uno de nosotros, eternos sanos, perpetuos enfermos.  
En algunas semanas me encontraré en una mesa, apuntalando una charla en la que tengo infinitas convicciones, con un tipo del que no sé nada verdaderamente, aunque nos conozcamos hace muchos libros. 

domingo, 16 de junio de 2013

Extracto de cuento


   
     Son paredes aterciopeladas que todo lo amortiguan: la luz, el olor, el calor a veces, el frío siempre, el ruido sin dolor. 


    No hay gravedad, en cada uno de sus sentidos. Ni en los míos.

    No hay hambre, no hay sed, ni sueño, ni letargo, ni alerta.


    Pero algo hay, aparte de lo poco en mí. Algo unívoco, fresco, latente, inefable.

    Otro que no deja de ser yo. Otro que no se deja, pero cede.


    No hay tiempo. El espacio no me alcanza, me sobra.



    Tengo miedo.



    Una cuerda inerte, pulsa triste su respiración famélica. Una cuerda, una oportunidad.

    Afuera un derroche atestado de soldados. Adentro un sinsabor, por dentro.
    Una cuerda, dos giros a la izquierda, una oportunidad.


    Afuera la craneocentesis, la anestesia, los diarios, su foto. Adentro yo. Una oportunidad.



    Una cuerda, dos giros, fruncirse, aguantar y adiós al por lo menos. Los cachetes colorados, los labios azules, los ojos hinchados, los brazos indecisos, las piernas súplicas. Consiguen una mano enguantada que, con tesón galénico y fraternal: dos giros a la derecha, dos planchazos, un pinchazo y a vivir. 



    Sea lo que sea eso.


domingo, 9 de junio de 2013

“La gran ventana de los sueños” de Fogwill.


    Fogwill cogió una selección de sus sueños, los fogoneó, los manoseó y los escupió. Si con ello nos permitiésemos la irreverencia que viaja junto con la veracidad intelectual empedernida, y conociendo algo del simbolismo universal que concierne a una ventana, este libro bien podría llamarse “La gran concha de los sueños”.

    Si nos permitiésemos una segunda irreverencia, tendríamos que advertir que este libro reúne lo clásico de cualquier obra póstuma: furor mercantilista, destinado al fetiche de los incondicionales del autor y a los neófitos que, aprovechando el marketing del muerto, quieren conocerlo con la obra que peor lo describe.  

    Los sueños narrados en este libro son sueños comunes, irrelevantes, que bien podría haber soñado cualquier persona: sueños eróticos, cementerios, falos en calvicies o en barcos, masturbaciones fogoneadas, compulsivos retornos uterinos desde océanos tempestuosos o míseros charquitos. Ni siquiera existen análisis profundos o verdades develadas por Fogwill a la cola de sus sueños. Pero sí hay algo por fuera de esto y  justifica su lectura: estos sueños vulgares cayeron en la pluma de Fogwill y su mejor virtud: su irreverencia. Porque Fogwill hizo –o mantuvo- de su impostura una postura, un modo de sostener su sextante a pesar de los discursos normativos de una época, sin reverenciar a nada ni a nadie. Por eso Fogwill trae bajo el brazo cuando no una verdad histórica estrangulada, al menos una original. 

    En este caso le mete el dedo en la oreja a los postfreudianos: cuando parece que va a enunciarse en una idea módica y delirante de los acontecimientos que orbitan en el libro – sueños, símbolos, memoria y olvidos- Fogwill logra condensar en pocas frases ideas pacientemente explicadas en varios tomos de Freud. Cuando Fogwill dice “pienso que el grueso de la memoria se compone de cosas negras hechas de puro olvido” Freud dice represión; donde Fogwill dice “el sueño es un párpado impuesto a toda percepción que por momentos falla” Freud dice censura onírica; donde Fogwill dice “el mejor resultado de recordar no es descubrir una verdad sino sustituirla por algo mejor” Freud sonreirá porque alguien entendió su “elaboración”. Dedicó este libro a sus cuatro psicoanalistas pero creo que más que en un acto de nostálgico reconocimiento, lo hizo en un gesto de soberbia enseñanza.

    Antes de morir dejó este libro terminado hasta el índice, mitad enviado a un editor y mitad en su computadora personal. No dejo de preguntarme porqué, siento que no es uno de sus libros más queridos, tiene más sabor a renuncia que a conquista –aunque todo envío a impresión tenga algo de renuncia- y si me apuran, me invito a homenajearlo con una última irreverencia: Fogwill no quiso dejarles dolores de cabeza a sus herederos y pagó sus últimas cuentas con esta gran ventana por abrir. Otro dedo en la oreja del gran Fogwill, adiós maestro.  

lunes, 29 de abril de 2013

Escuelas y literatura



Hace poco charlaba con una profesora de literatura y me comentaba que cada vez es más común que las coordinadoras o directoras de los colegios pidan cierto recato al momento de elegir los libros que leerán sus alumnos, en los privados por protegerlos, en los públicos por subestimarlos (o desprotegerlos). Desde esa óptica, Quiroga se reduce a demasiado crudo, Walsh a demasiado político, Arlt a demasiado rabioso, Borges a demasiado Borges. Sábato puede estar bien con Uno y el universo, pero El Túnel tiene demasiada mujer de tu prójimo, demasiada paranoia, demasiada lanceta al pecho. El Molina de Puig está más para el DSM que para el aula. El náufrago de García Márquez está bien solo mientras naufraga, y nada de mencionar a esos abominables incestuosos de los Buendía, que encima eran muchos. Las “instrucciones” de Cortázar no son tan dañinas y Jean Valjean mereció la muerte desde el principio porque robar es robar, y qué tanto. 

Contando con un testimonio, decidí salir a la calle para embarcarme en un gran estudio epidemiológico en el terreno de la verdad – las escuelas-, usufructuaría el incuestionable beneplácito de la estadística. Mi primera entrevistada resultó ser una joven profesora de literatura por las mañanas, recibiéndome como bibliotecaria turno tarde  para contestar algunas dudas sobre los autores presentes en el aula de Lengua. Durante dos horas pendulamos entre la literatura y la educación, hasta que los polos comenzaron a acercarse – o nos aburrimos – y nos despedimos cordialmente. Luego el calor, la sed, los mosquitos y la revolución entrópica de las combis escolares: mi primera entrevista fue la última. Después de todo había duplicado mi muestra, no cualquiera.  

Lo primero y más cardinal fue la diferenciación entre el ámbito público y privado. Las escuelas privadas tienen su norte más cercano a la comisión de padres que al ministerio de Educación. Al parecer los padres que depositan cifras de tres ceros mensuales en la educación de sus hijos, no esperan menos que  la injerencia inmediata sobre los movimientos de la empresa. En reuniones de coffee, blondies & Cupcakes, tratan con el mismo tenor la marca del jabón en el baño de las chicas, los beneficios del uso permitido de notebooks en el aula o la continuidad del profesor de tecnología como tal. “Desde que se armó ese revuelo mediático con Hotline, los padres están más atentos. En ese momento yo estaba dando Crónica de una muerte anunciada en segundo año y una madre vino a quejarse porque gracias a eso tuvo que explicarle a su hija qué era  perder el honor. Otro caso fue desde la institución: me propusieron que en vez de dar Juguete rabioso diera Rebeldes, que es casi lo mismo pero menos obsceno, más aggiornado y sin tanta apología del delito“.

En el caso de la escuela pública las limitaciones van por otro carril. Según nuestra docente-bibliotecaria, reina la política del “que pasen todos” para lo cual, las novelas deben ser cortas y los cuentos fáciles. “Cuando trabajaba en una estatal, para comparar, pude dar Juguete rabioso y nadie me dijo nada. Pero el Martín Fierro, que estaba en el programa, ya no se daba porque los chicos no entienden el lenguaje, se evita dar Cortázar porque las metáforas son complejas. Algunas compañeras daban Coelho, pero en mi caso, si apenas puedo lograr que terminen un libro mucho menos quiero que el aula se convierta en un diván”.

Quedé pegado a esa comparación entre Arlt y quien sea que haya escrito Rebeldes. Volví a casa y tomé El juguete rabioso, me dispuse jugar a releerlo desde unas lonas adolescentes, desde unos mocasines paternales y desde el sillón directivo de una escuela. Luego googleé y hallé Rebeldes de Susan Hinton. Puede que las temáticas; un adolescente de clase social baja logra salir relativamente airoso de una escabrosa etapa de su vida, se parezcan desde lo macro. Indudablemente la lectura de Rebeldes es mucho más ágil, una narrativa que de simple, y a mi gusto, roza lo vulgar. Pero hay un hecho puntual que perpetúa mi inclinación, personal y para el ámbito escolar, a favor del literato de Boedo: ahorra en artilugios grandilocuentes, lo que apuesta en dilemas  existenciales de cualquier esquina. Y si eso no es una herramienta para llegar a un adolescente, me rindo. Silvio Astier, el protagonista de El juguete rabioso, se clava en la arista existencial más seductora para el lector joven; la cotidiana, la barrial. Arlt logra una novela corta donde profundos dilemas universales no son abordados desde un palco ontológico sino desde los tropiezos de un joven profundo y triste. Rebeldes abraza al modus Disney con desgarradores hechos fortuitos de una grandiosidad épica. Puede que esto logre una primera adhesión del lector a la trama, pero es una adhesión volátil, empastada desde una razón curiosa que termina por entorpecer la empatía, esa endosimbiosis afectiva que logra un abrazo perdurable entre el lector y la obra.  

En los últimos diez años la matriculación en escuelas privadas creció mucho más que la estatal. Este año se proyectó duplicar la cantidad de escuelas públicas con ampliación de jornada para el 2016. El website del ministerio de Educación anuncia  que, también este año, batió el record en compra de libros para escuelas públicas,  en una nota donde las cifras apenas dejan un escueto rincón a la mención de algunos pocos de los autores. Más escuelas, más horas, más libros. Los ministerios son recintos del cuánto, y el arte es amante del cómo. Sabemos el qué, la educación; el dónde, las escuelas; más no paguemos el cómo por el cuánto. Más no quiere decir mejor. 

domingo, 14 de abril de 2013

Vieja de lengua, ¿Dónde Estás?


  
   – Hola, ¿Tenés El Misántropo de Molière y Los lemmings y otros de Casas? busqué en las estanterías pero no los encontré.
   – A ver…– Contestó resoplando un tipo alto e intersticialmente canoso, con unos pequeños lentes a modo de mascarón delante de un gesto de “sobre Proust podría decirse que…”, según mi intuición (o prejuicio) semiológico. 
   – Vení por acá –  una voz femenina a mis espaldas.
   
   Proviene de las fauces de una casi señora, ojerosa y delgadísima, con un delantal espantoso y un plumero desvencijado que señala dónde es ese acá. La sigo levemente rendido, le tengo más fe al nostálgico parisino. Se agacha en una estantería del fondo, como cediendo a la curva que propone su cifótica columna, coloca el plumero en su axila apuntando el extremo emplumado a mi nariz.

   – ¡salud!
   – Avestruz – Digo por lo bajo recordando la última pregunta (¿De que ave provienen las plumas de los plumeros?) con la que perdí un Carrera de mentes.
   – Acá está el de Moliere
   – Gracias, ¿y de Casas?
   – De Casas nada.

   Llevo secretamente cierto goce sádico por descorchar en interlocutores casuales y cotidianos, algunas nostalgias: las ofuscadas, indignadas, amargas. Nostalgias biliares de un pasado que no solo fue anterior y fue mejor sino que, resucitado, resulta de alto poder mesiánico. Le pregunto qué libros son los más comprados por los jóvenes.  Con el plumero apunta a la aparatosa estantería de la entrada mientras, intuyo, pone play a su cassette: 

   – Cada cincuenta de esos se vende un clásico, aunque los clásicos cuesten una quinta parte. Eso no es literatura pero es lo que vende  y una librería es un negocio, antes y después de vender libros.

   Camino hacia esa estantería, el plumero y su cifótica me escoltan. Es la más ordenada y plumereada, el color negro y el rojo protagonizan la mayoría de las tapas y los lomos (no, no es el rincón zurdo de editorial Terramar), todos con el moderno detalle de laca sectorizada UV dando brillo a una letra o un colmillo, amalgama que a priori dan un bonito caleidotrosko. Hasta que te topás con los títulos.

   – Mucho vampiro, ¿no?
   – Mucho vampiro y mucho medioevo – Contesta bajando la guardia plumífera.

   El resto de ese episodio son detalles poco interesantes de mi husmear la estantería, de pagar mi libro y de la orfandad del plumero y la cifótica. Pero esa tarde me dejo dos pruritos; ¿qué pasó con la vieja de lengua que te invitaba a los clásicos universales y la literatura argentina del siglo veinte (y te los exigía si no te anoticiabas de la invitación)? Y ¿Por qué tanto vampiro? Me embarcaré en el primero, el segundo será para otra vez. 

   Hace poco charlaba con una profesora de literatura y me comentaba que cada vez es más común que las coordinadoras o directoras de los colegios pidan cierto recato al momento de elegir los libros que leerán sus alumnos, en los privados por protegerlos, en los públicos por subestimarlos (o desprotegerlos). Desde esa óptica, Quiroga se reduce a demasiado crudo, Walsh a demasiado político, Arlt a demasiado rabioso, Borges a demasiado Borges. Sábato puede estar bien con Uno y el universo, pero El Túnel tiene demasiada mujer de tu prójimo, demasiada paranoia, demasiada lanceta al pecho. El Molina de Puig está más para el DSM que para el aula. El náufrago de García Márquez está bien solo mientras naufraga, y nada de mencionar a esos abominables incestuosos de los Buendía, que encima eran muchos. Las “instrucciones” de Cortázar no son tan dañinas y Jean Valjean mereció la muerte desde el principio porque robar es robar, y qué tanto. 

   Me comentaba, también, que frente a esta seudocensura, muchos docentes optaron por otro modus operandi: los alumnos proponen los libros y si no acarrean ningún riesgo psíquico para la estructura de estos frágiles sujetos, se acepta. Nada de acompañar al alumno, sin tironear ni empujar, por el saludable camino que lo enfrente a dicotomías y deba escoger aquel sendero que intuye más cercano a la identidad que persigue, sino meros espectadores desde una tribuna alambrada. 

   Siento esto como un malentendido, una falacia del tipo petitio principii que dice, por ejemplo: “el túnel de Castel será oscuro, puede que sea solitario, pero tal vez no sea el único y si Todorov estaba en lo cierto cuando decía que las palabras crean realidades, estamos en riesgo de formar una legión de homicidas pasionales”. Algo similar fue inculpado a Goethe luego de que asociaran un brote de suicidios a la lectura e imitación de su desventurado y joven Werther.

   Pedir a la literatura historias rosas, con personajes de neurosis sublimadas, de buenas elecciones, de violencia en el cajón, de gritos atragantados y portazos ni pensados, de respeto sin elogio a papá, de nunca mirar la belleza de mamá, de buen trabajo y buen querer, de sexo seguro y con amor, es abolir su esencia, su baluarte: el drama, en la acepción que más me gusta, algo patético (Lat. Pathos: pasión, padecimiento) que logra conmover los grandes afectos del alma humana.

   La literatura es otra cosa. 

   Es apretar la pluma en nombre de la tarde en que no te llenaste el cráneo de metales pesados, de la noche en que caminabas solo y borracho hacia tu casa y fingiste no ver como forzaban a la pendeja, es las veces que te comiste el vómito de excusas coloradas o no escuchaste ni el perdón ni el nunca más. Claro que, menos trágico y más usual, es también la morocha que te miró en el tren, que te rozó y que no seguiste en nombre de la monogamia a tu mujer o a la tortilla con que ella te esperaba. Es la consecuencia de un tipo percibiendo que algo anda mal, que un mínimo movimiento, en el mundo de su vida o en la vida que cree otorgarle al mundo, tumbará un conjunto de supuestos torpemente apilados. Es intentar suturar una herida que no cesa de heder. 

   Hay un acuerdo social, tácito e inconsciente, por el cual se otorga a la ficción un amplio margen a decir y hacer cosas  que están prohibidas tanto en el mundo material, como en las ideas yoicas de los pensadores de su época. Esto es tierra fértil para que el arte se les adelante,  pues no solo logra sino que es la capacidad del artista por captar las perversiones, la miseria maquillada y resistida del alma humana. Es el fantasma hablando. 

   El Sturm und Drang se descostilló de risa del racionalismo y la estética del pensamiento alemán en su tiempo, fue una sala de ensayo cardinal para lo que sería, décadas después, nada menos que el romanticismo. Puso en boca de la ficción el malestar del hombre moderno en la cultura, un siglo y medio antes que “El malestar en la cultura” freudiano y se anticipó doscientos años a los lingüistas del siglo veinte que hablaron del lenguaje como equivalente del pensamiento, como sonido externo pronunciado por el sonido interno que anima la carne. Por citar otro ejemplo, creo recordar una historia que supo conducir la pluma de Homero (hace veintisiete siglos…), Sófocles, Esquilo y Voltaire, y cuyo sentido latente sirvió a Freud para estructurar gran parte de su teoría. Hablo, claro, del mito de Edipo.

   No quiero caer, como el plumero, en ese elogio melancólico del pasado. Las cosas no son como deberían ser, son como son. Me detengo en el porqué de ese cambio e inmediatamente me resulta un reflejo sinérgico de la cultura del Fast-all, moralinas al margen. “Y luego un silencio/ hálito de vida/ apnea de ensueño/ un detener el tiempo”. No hay tiempo para detenerse, las agujas (nos) corren y eso no es nuevo. Un 25% de las poblaciones están sedadas con ansio-líticos. Esa ansiedad y el Fast all, si no son lo mismo, riman. Pensemos que nos pasa cuando, por ejemplo, se corta la luz, no tenemos sueño ni mucho por hacer. Luego de algunos minutos aparece ese monstruo interno, la angustia, la ansiedad; síntomas que dicen y saben muy bien de lo que hablan. Frente a la literatura sucede algo similar, pareciera más saludable mantener afónica la voz interior en una historia simple, ya metabolizada para ahorrar esfuerzos y ensimismamientos al lector, con personajes fantásticos cuya inverosimilitud nos garantice que cualquier parecido con nuestra realidad es mera e irrealizable coincidencia, que sumergirse en una obra compleja pero de un tipo común que transita una historia y unos afectos fácilmente hallables a la vuelta de la esquina, o por debajo de la camisa. Las obras literarias que sobreviven al tiempo lo hacen por esto último y, celebremos, mucha de la literatura argentina de los últimos años va en esta dirección.

   No me refiero a identificarse con un personaje por un parecido físico, alguna costumbre  o elementos de la historia que reconozcamos como propios, sino a los afectos en juego. Es en los afectos inconcientes donde se disuelven los límites territoriales de los sujetos. Uno comienza a transitar la obra y en el cuerpo se activa una alarma mnémica que advierte “recordá que ya pasamos por esto y dolió”, y puede que ni siquiera tengamos noticia conciente de esa alarma o no sepamos bien que nos pasa frente a esa historia. En ese no saber está la clave. La literatura tiene la maravillosa capacidad de trasladar hacia otro lado ese no saber, devela algo esencial a costa de ocultar algo accesorio que haga interesante la trama. Por poner un ejemplo, que por extremo es esclarecedor: mientras que uno no sabe que de niño quiso matar a su padre para casarse con su madre, en la literatura Edipo mata a un hombre y se casa con una mujer, sin saber que son su padre y su madre. 

   Pedir a la literatura un devenir aséptico es un error ingenuo y resistente, un furor maníaco por querer doblegar lo real hasta que no duela, hasta que todos los espejos devuelvan algo por lo que sea grato pagar. Y querer elegir hasta los espejos, unos bien educados, raya al costado y pelo hasta las orejas, que sepan anunciar su reflejo y empañarse cuando el frío estruje el pecho. Si el destino es una partida de dados, aún podemos usar nuestro carácter como estrategia y el conocimiento profundo de nosotros mismos es el mejor modo de dominarla. Tomar un buen libro es sentirte menos solo en tu existencia, es tener en el estante un viejo que habiendo vivido lo peor, desempaña el vidrio con la manga de su camisa y te escucha antes de hablarte sobre un pedacito de tu alma.

   Este año el ministerio de Educación de la Nación batió el record en compra de libros para escuelas públicas, con 13 millones de ejemplares entre literatura juvenil y libros de texto. Jóvenes de Letras, no teman, queremos más Viejas de lengua.

   No constipemos a la literatura, dejemos que entregue lo mejor que tiene.