martes, 23 de octubre de 2012

Cura en sizigia



Solo. Solo pero complejo. Pero solo.


Miguel fumaba. 

Recostado en la camilla del cuarto del fondo, veía como el humo exhalado era evidenciado por la luz que, desde el amarillo y parpadeante farol de la esquina, entraba por las rendijas de una oxidada persiana formando renglones de luz, una hoja en que siempre pretendía, sin éxito, escribir ideas magistrales. Esa noche no fue la excepción de su impotencia. Pensaba sobre inhalar y exhalar, en una metáfora que vinculara esa dinámica aérea vital con lo alado de una volición onírica. Y pensaba, fundamentalmente, dónde esconder las haches. Luego dejó de pensar, o al menos de exigirse hacerlo. Se detuvo en el movimiento de esas microscópicas partículas que, oscilando en el espacio, permanecían heréticas a todo principio gravitatorio. Miró cómo viajaban, oblicuas, desapareciendo en la sombra que separaba un fotorrenglón de otro, y   hostigábase intentando pronosticar la entrada en el fotorrenglón siguiente, luego de su corta y sombría ausencia. Recordó aquel profesor de Física de segundo año cuando, en un atardecer en que la tiza levitaba por el anfiteatro, sentenció que eso era, justamente eso, el efecto Tyndall, aclarando una ley de la física clásica para muchos, y quitándole la poesía a Miguel. 

Pensó en Heisenberg y en su honor, consideró la posibilidad de que cada partícula fuera generada por la luz, y no existiesen en la sombra. Y, aunque sabiendo que era en principio improbable, sonrió imaginando el rostro de sus compañeros de guardia cuando intentando refutar su nueva teoría, obtuvieran siempre por respuesta “¿podés demostrarlo, firmarlo y sellarlo?”
Se abrió la puerta con una violencia que no solo abortaría el placer onírico de cualquier individuo sino que, desde su génesis, pretendía hacerlo. Miguel podía adivinar la negra silueta de La Gringa sobre el fondo de luz blanca, aséptica y parkinsonioide de los tubos del corredor. 
- Vení Gringuita, estás desarmada, sigo yo.
- ¿cómo sabés de mi estado?, todo está oscuro acá. 
- Tenés más olor a jarabe que a empanada, no falla.
- Andá, está tranquilo.
- ¿Qué hay?
- 5 años, con más energía que bacterias en la orina, esperan el laboratorio.
- 5 añitos y ya pretendiendo retener ambiciones.
-  ¿Tus delirios no descansan? No hay un momento del día en que vivas la realidad, la de acá abajo, la de todos los días, la de los accidentes por azar, la muerte y los bolsones de comida. 
- ¿Y eso?
-…- La Gringa, ya acostada, rotó en un hábil gesto conocido, en el que comulgaban esconder la cabeza bajo la almohada y darle la espalda, a Miguel diría ella, al mundo diría él. 
- ¿cómo se llama el o la paciente? – interrogó un Miguel atormentado.
- es nena, y no me acuerdo el nombre.
- ¿Ves lo que te digo? Me presentás, como si fuera un código de la pintura para el vestidor, a una nena de 5 años que vive con la angustia suficiente como para meterse en un lugar como este, con gente como vos - Se relegó al silencio de algunos segundos, tensos y apretados segundos, en que sintió el olor nauseabundo de la bolsa en que había metido a su mujer, para retomar más dulce, pero más firme- Este paradigma no se sostiene más, mientras recitamos algoritmos y miligramajes estamos autodestruyendo el último atisbo de un gesto médico que nos queda,  extirpándole el sentido a la enfermedad que anida en un pecho humano, apagando el primer y último faro que el paciente nos ofrece. Mirá Gringuita, es necesario trascender aquel dualismo cartesiano, tan mecanicista como muerto, e interpretar el dolor del alma humana, buscarle un significado y acompañar al enfermo en su re-signación. Mientras los sujetos de la medicina reverberemos en esta misantrópica concepción de la enfermedad como discontinua, donde el síntoma tiene una causa y el enfermo es el culpable más probable, los bolsillos de aquellos administradores de fórmulas se engordarán a costa del marasmo espiritual del pueblo. 
- Proponés la revolución rojinegra de la medicina, mientras te trompeás con visitadores médicos, ¿no te resulta, al menos, impotente?- Contraatacó La Gringa, aferrada a la primera nauseabunda injuria.
- ¡Te tocó el culo!
-Fue sin querer.
-Sin que vos quieras. Creo…o quiero.

Miguel cerró la puerta, despacio, esperando algún gesto que lo invite a disculparse, a derrumbarse en su indignación tan constitutiva y, comenzaba a reconocer, tan impotente como ella diagnosticaba. El gesto nunca llegó, y él dirigió sus pasos en busca del infectado querube.

-Hola mamá, Hola rulos sin nombre.
-Lucía se llama- Contestó la madre mientras Lucía, combustionaba su vergüenza frente al enroque en el género del médico que la atendía, e intentaba bucear en la cartera materna. 
Llevaban un buen rato en aquello que del interrogatorio cerrado de La Gringa había mudado en la entrevista abierta de Miguel.
- ¿estarán los análisis ya? Puedo ir a buscarlos- sugirió la madre de Lucía, interrumpiendo el intercambio de risotadas entre su hija y el del guardapolvo.
- Deje, voy yo- Sugirió Miguel con el altruismo que aunque lo caracterizaba, camuflaba ante su entorno con  “es para estirar las piernas, ché”.

Partió Miguel, silbando una de Yupanqui y, en un gesto tan fisiológico como pronóstico, relajando los músculos de la risa.
- Javi ¿tenés los análisis de la infección urinaria?
- Si, pero ojalá fuese eso, doscientos mil linfocitos, Miguel.
-Infección urinaria… ¡Gringa vos y tus libros!. ¡Leucemia y la puta que te parió! ¡Mierda! Mierda, mierda, mierda… 

Miguel miró al técnico, en ese intento, siempre fallido, de encontrar una verdad oculta en algún par de pupilas cualquiera. Agachó la cabeza, agarró el pelo de su nuca con la zurda y con la otra, el papel de la sentencia. 

En 20 minutos de charla Miguel había adorado a Lucía. Cinco años, flaquita, de rulos dorados, olía a johnson&johnson. Era de esas pendejas mágicas, que le regalan la primera sonrisa después de estudiarlo mucho, que nunca se ríen con sus chistes pelotudos, pero que se le acercan cuando él les retira su atención para ponerla en algún movimiento técnico del arte de la ciencia. Lucía tenia cosquillas en la nariz, era muy gracioso y atípico, y ella lo sabía. Le contó que quería ser cantante, y que en su casa se paraba en el sillón y todos tenían que ir a ver el espectáculo. Qué no le gustaba la carne ni la escondida. Y que ya no se hacia pis en el jardín porque “ahora llegaba al delantal de la seño y podía avisarle”. Traída a la urgencia por la madre y, revelaría ésta en la segunda y más empática atención, el padre, que esperaba afuera, para no incursionar en los chispazos maritales, en que pretendía subrayar públicamente su patriarcado. 

 -Por favor, pasen por el consultorio seis- solicitó entero, con un “seis” quebrado.
Con la excusa del lavado de manos, que se extendió a brazos, cuello y cara, se miró al espejo: ojeroso, desilusionado, furioso. Respiró, varias veces. Eligió salir hiperventilado que zozobrando sollozos.
Ya en el consultorio, cruzó sus piernas, respiró. Agarró una lapicera, marcó un tiempo en el escritorio, descruzó sus piernas y se inclinó hacia delante, respiró.
Puso play, cuidando clínicamente el discurso. Lloró mamá, Lucía nada entendía, pero lloró. Y lloró Miguel, cuando ya habían partido con el camillero.

Javi, después de prestarle un encendedor, fue el último en ver a  Miguel en la guardia o, tal como narraría tantas veces luego, verlo partir de la guardia, alejándose del edificio dejando tras de sí el humo, el ambo, el estetoscopio, la cordura para algunos, la obediencia para otros, y, fundamentalmente, la fe en la ciencia. En esa Ciencia.
La Gringa no volvió a saber de su amor iatrogénico, y a su visitador le sentó bien.
Lucía se curó. Y continúa curándose cada domingo atardecido en que, acompañada por su siempre madre, visita a Miguel en su casita ribereña. Entre risotadas explosivas y silencios atemporales, pasan los ensalmadores instantes y al final, sobre la solemnidad de ese acto infradiano, Miguel recibe un cuaderno en blanco y entrega uno lleno, otro cuaderno cargado de ideas pacientes, mas ya no impotentes, que ella sabe resguardar hasta recibir el aviso de liberarlo a todas las otras Lucías, como sea que se llamen. 

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