martes, 11 de septiembre de 2012

Sobre la extemporaneidad de LA pava

Cargo agua en la pava eléctrica, la deposito en su receptáculo, bajo el interruptor y listo, puedo aprovecharme de su metafunción: hacer otra cosa mientras ésta se encarga de calentarme el agua al punto exacto. 
Qué hacer no es el problema: Traer platos sucios de la mesa a la cocina, poner un disco, prender un palo santo, agarrar la guitarra, tirar colillas acumuladas en los bolsillos, renovar el jabón de la ducha.

Sin preludios: corte de luz. Persianas un poco más arriba, c

ortinas replegadas y a solucionar el temita del agua. Traspaso el agua de la pava eléctrica a la pava, la pava a secas, la pava que no necesita adjetivo y, de tenerlo, es tanto más poético y afectuoso.

La pava mía… mi pava.

La acuno en mi hornalla preferida. Me detengo en el olor a fósforo recién encendido, en su olor a recién apagado y a ya-no-fósforo. De pronto me descubro desdibujadamente reflejado en el cuerpo de la pava, lo suficientemente plateado para re-conocerme, lo suficientemente hollinado (tal vez un pixelado bucólico) para no detenerme en detalles estéticos. Reaparece una huella mnémica somática, de tantas veces en que el tiempo se detuvo y mi alma viajó entre nubes con su alada compañía.
Comienza a sonar, in crescendo, su valuarte, esa melodía que me regala en el gesto más compañero de la tarde, en un reencuentro extemporáneo, un abrazo en silencio.

Guardo la blanca y el termo en el fondo de la alacena, y parto a amarguear unos libros con una vieja compañera que hoy celebro.

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